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La condesa se asomó a la ventana, desde la que podían contemplarse sus dominios. Sus soldados estaban practicando en el campo de entrenamiento. Las calles de la ciudad podían verse rebosantes de gente, en una hora de gran actividad. Más allá de las puertas de la muralla, se vislumbraban algunos carros que iban o venían a vender sus productos. Era un día como cualquier otro, pero eso no aliviaba su preocupación.

Ella se sentía orgullosa de seguir cumpliendo la promesa de sus bisabuelos a Eldi Hnefa, pero también sabía que con ello se ganaba la desconfianza de fuerzas poderosas.

Su bando lo formaban nobles que, como ella, seguían manteniendo sus promesas, o simplemente gobernaban sus tierras sin necesidad de ser tener que imponer su autoridad por la fuerza de las armas.

El mayor problema era que estaban cada vez más presionados. A pesar de sus protestas, les exigían cada vez mayor aportación de impuestos. Eso los obligaría a subírselos a la gente común, siendo a la larga contraproducente. Si se los ahogaba con impuestos, se reduciría el comercio y muchos negocios no serían viables. A la larga, eso significaría menos recaudación igualmente.

Tenían una solución alternativa, pasarse a la otra facción, la que se proponía borrar todo rastro de aquella vieja promesa, la de dar absoluta autoridad a los reyes y nobles. Sabía que si cedía, la presión bajaría, por eso lo hacían. Sin embargo, también estaría traicionando a sus antepasados y a todo lo que le habían enseñado.

La otra alternativa era una insurrección, que todos ellos se rebelaran contra el poder de la casa real y de los nobles afines. Aquello supondría una guerra civil, muchas muertes y miseria, y ni siquiera estaba segura de que pudieran ganar. No le gustaba ninguna de las opciones.

–Hola Gila, bonita vista– sus pensamientos fueron interrumpidos por una voz femenina.

–¡Lidia! ¡Te dije que no vinieras si no era de vida o muerte! ¡Sabes que es peligroso, que hay espías!– casi entró en pánico la condesa.

–Que poco hospitalaria... He venido porque es importante– se quejó ella.

–¿Qué es tan importante para que hayas venido en persona?– preguntó la condesa, suspicaz.

–Quería presentarte a alguien– sonrío Lidia.

Gilandia se quedó sin saber qué decir. No entendía muy bien a qué venía aquello, aunque se fijó entonces más en detalle en las dos figuras encapuchadas que estaban junto a ella, y que se estaban descubriendo el rostro.

No tardó en reconocer a la primera, pues no era la primera vez que veía a Líodon. Tardó un poco más en reconocer a la segunda. En ponerse la mano frente a la boca abierta, totalmente petrificada.

–Mi señor...– se arrodilló cuanto fue capaz de reaccionar.

–Levántate– le ordenó Eldi –. Tenemos mucho de qué hablar. Me alegro de conocerte, mis hijos me han hablado de ti.

Aún no se acostumbraba a que se arrodillaran delante de él, aunque ya no le sorprendía. Lo había visto lo suficiente en las últimas horas.

Habían estado utilizando la red de portales fijos de los rebeldes para ir de un noble a otro, visitando a todos los afines. Aprovechaba cada vez para colocar un Portal de Salida cerca, y traía a sus hijos con su propio Portal. Usar el otro tenía un coste que no era necesario pagar.

Finalmente, tras una corta conversación, se dirigieron a su última destinación. Quizás, la que Eldi más anhelaba



–Mideltya, ¿puedes quedarte atendiendo un momento? Tengo que ir a la trastienda. Creo que debe de estar por ahí el paquete negro– pidió Ted.

–Claro– sonrió la elfa, haciendo que el corazón del joven latiera por un momento con más fuerza.

Estaban en su tienda, la que a menudo era llevada por la elfa, dado que él viajaba mucho. Se suponía que por negocios, pero ambos conocían la verdad.

Si bien casi todos los vecinos los consideraban una pareja, lo cierto es que ninguno de los dos se había confesado al otro. Se amaban, y ambos lo sabían, pero había ciertos problemas familiares. Él era un semielfo, y ella era hija de una familia de noble linaje, que no veía con buenos ojos el emparejamiento. Si bien el padre de él era aceptable, un elfo respetable, la madre era una simple humana, o al menos eso creían.

Ella estaba con él a pesar del recelo de sus padres, pero no quería dar el paso aún, tenía esperanza de convencerlos, ahora más que nunca.

Él comprendía su vacilación. Su matrimonio podría significar romper los lazos con su familia, algo que sabía que a ella le dolería.

Lo miró marchar algo inquieta. El "paquete negro" significaba que alguien había llegado, posiblemente su "suegra". Se llevaba bien con ella, pero sabía que su presencia era peligrosa. Igual que su amado, era miembro de la resistencia. A diferencia de él, era conocida. Muchos carteles con su rostro estaban colgados por las paredes.

Ted cerró la puerta del almacén tras de sí, activó la barrera, apartó una par de cajas y abrió la puerta camuflada. Ésta se cerró tras él, ocultando de nuevo la entrada. Caminó entonces unos metros hasta llegar a una pared, se giró hacia la derecha y abrió una nueva puerta oculta.

–¡Hola pequeñín!– lo abrazó de inmediato su madre

–Mamá...– quiso quejarse porque lo llamara así. No obstante, también la había echado de menos.

–Hola pequeñín– lo saludó también Líodon riendo, despeinándolo con la mano.

–¡Tío! ¡También has venido!– se alegró Ted.

–Y hay alguien más– susurró su madre, misteriosa.

–¿Alguien más?– preguntó su hijo con curiosidad

Lidia lo soltó y se apartó, para dejar a la vista a la tercera persona que había llegado. Ted abrió mucho la boca, asombrado, pero no llegó a decir nada.

–Hola Ted. Me alegro conocerte por fin. Tu madre me ha hablado mucho de su pequeñín– saludó Eldi, sonriendo, más emocionado de lo que parecía.

Ted quiso quejarse porque también lo llamara así, pero estaba demasiado asombrado. Su madre y su tío le habían hablado mucho de él, además de todas las historias que circulaban por Engenak. Siempre había querido conocerlo.

–Es... Es un honor...– consiguió articular algunas palabras.

No sabía si arrodillarse, si hacer una reverencia, pero su abuelo no le dio la oportunidad. Lo cogió de ambas manos, y lo miró a los ojos con una sonrisa.

–Te pareces a tu madre, aunque también tienes el cabello de Melingor. No me hables tan formal, por favor, somos familia– le pidió éste.

–Ah... sí... esto... ¿Abuelo?– dijo él, indeciso.

–Puedes llamarme abuelo, o Eldi, o lo que prefieras. Siento no haberte conocido de pequeño. Lamento haber tardado tanto– se disculpó Eldi.

–No tienes que pedir perdón. No es...– se sintió abrumado Ted.

–Shhh. Aprovecha para pedirle algo. Es tu abuelo. Algún regalo debería darte– aconsejó entre risas su madre.

–Eres una mala influencia– le reprochó Líodon.

Eldi y sus dos hijos estallaron en carcajadas, a las que se acabó uniendo Ted. Se sentía un tanto abrumado, pero la familiaridad de su madre y tío no tardarían en derretir completamente el hielo.

Regreso a Jorgaldur Tomo IV: ReencuentroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora