Sí, mi comandante

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Después de escapar de la posada, el matón se había apresurado a avisar al sargento con el que normalmente hacían negocios. Ya fuera para oprimir a adversarios o contrabando, sólo tenían que pagarle lo suficiente. Para asuntos más importantes, los padres de Firont tenían otros contactos.

Había creído que, tomando prestado el nombre de la guardia de la ciudad, el asunto se solucionaría fácilmente. Le había sido imposible imaginar que aquella forastera ni siquiera dudaría en retener al sargento. Incluso se había atrevido a reclamar arrogantemente a alguien de más autoridad.

–Está cavando su propia tumba– pensó.

De todas formas, no tenía tiempo para contemplaciones. Se alejó corriendo para avisar a su patrona, la madre de Firont.

Al mismo tiempo, un grupo de soldados corrían hacia la base para reportar a sus superiores. La situación se les había escapado de las manos, eran incapaces de resolverla por sí mismos.

Normalmente, ningún aventurero, por poderoso que fuera, se atrevía a enfrentarse a la guardia de la ciudad. Sabían que tenían una élite de soldados veteranos y poderosos contra los que no se podían enfrentar. Ahora, era el momento de llamar a dicha élite.

Quizás, no les hiciera gracia hacerlo, pues estaban hasta cierto punto salpicados por los trapicheos de su sargento. Sin embargo, tal y como habían evolucionado los acontecimientos, no tenían otro remedio. Eran incapaces de hacer nada al respecto, y tarde o temprano se sabría. Mejor al menos no ser acusados de no cumplir su deber esta vez.

Mientras eso ocurría, Gjaki esperaba con una sonrisa divertida en los labios. Aunque no le duró mucho. En esta ocasión, la suerte no estaba de su lado, y perdió miserablemente la partida de cartas.



–¡Mi comandante! ¡Es una emergencia!– irrumpió el asistente en el despacho de su superior.

La mujer-rino de mediana edad alzó los ojos de los documentos que estaba revisando, con el ceño fruncido. Una profunda cicatriz podía verse en la piel que rodeaba uno de ellos, producto de la herida que la había dejado tuerta. Cuando su ojo había sido restaurado, se había negado a que se deshicieran de dicha cicatriz. De esa forma, podía recordar su error.

No sabía si le molestaba más que la hubieran interrumpido, o lo que había estado revisando. Había algo que no cuadraba en los números y los informes, pero no acababa de encontrar el qué. Eso la frustraba.

–¿Qué sucede, alférez?– preguntó ésta secamente.

Siempre le ponía nervioso la mirada penetrante de su superior. A pesar de ello, se mantuvo firme como pudo.

–Ha habido un altercado en una posada. Cuando una patrulla ha acudido, el sargento a cargo ha sido capturado. Son aventureros de alto nivel. Tengo un testigo– reportó.

–Hazlo pasar– ordenó ella, frunciendo más el ceño.

Un incidente de aquel tipo era extremadamente inusual. Todos los aventureros se guardaban de actuar a sus anchas en la ciudad, pues corrían el riesgo de serles vetada la entrada a la ciudad, y por tanto a la mazmorra. Y eso si no habían cometido un crimen de sangre y eran apresados. Por muy poderosos que fueran, no eran rivales para un grupo de veteranos soldados de élite.

–Mi comandante– saludó el recién llegado, visiblemente nervioso.

–Explica la situación.

–Se nos reportó la existencia de una pelea y un secuestro. Cuando llegamos, nos encontramos a cinco ciudadanos inmovilizados, y exigimos a los agresores que se rindieran. Una aventurera capturó al sargento con un látigo sin mediar palabra y lo ató. Exigió la presencia de alguien con autoridad, mi comandante– reportó el soldado.

Ella lo miró inquisitiva. Aquel soldado estaba aún más nervioso de lo que era habitual. Además, la actitud de aquella aventurera era altamente inusual.

–Nombres de los ciudadanos capturados, de los aventureros, del sargento, identificación de la patrulla, lugar del suceso– exigió ella.

Él sabía desde el principio que esa información se sabría tarde o temprano, así que no ocultó nada.

–Sabemos que los ciudadanos son Firont, de la casa de Fornh, y algunos de sus empleados. No conocemos la identidad de los aventureros. Nuestra patrulla es la catorce, comandada por el sargento Logor, que ha sido capturado. El lugar es la posada de la Dama Misteriosa– informó el soldado.

La sorpresa de la comandante no se reflejó en su rostro. Precisamente, aquella patrulla estaba en sus investigaciones. Aunque por ahora, no tenía pruebas concretas.

–Alférez, que la escuadra Alfa acuda de inmediato al patio de sangre y me espere allí. Vosotros venís también– ordenó ella.

––Sí, mi comandante–– respondieron los dos, aunque el soldado hubiera preferido escapar de aquella situación.



–¡Tienes que hacer algo! ¡Tienen a mi hijo! ¡A tu sobrino!– reclamó la mujer.

Normalmente, el comandante se mostraba arrogante, inalcanzable, solemne. Pero no podía mostrarse así ante su hermana, quien conocía muchos de sus secretos, y quien había usado su influencia para ayudarle a alcanzar ese puesto. En parte, porque era su hermano, pero sobre todo para ganar aún más influencia.

–Siempre tiene que meterse en líos...– suspiró.

De hecho, pocas horas antes se había visto obligado a acusar a un ciudadano de injurias y retenerlo temporalmente, a petición de su sobrino. No había podido negarse, en un procedimiento sin duda un tanto irregular. Aunque sólo lo había retenido con la excusa de interrogarlo, sabía que rumores surgirían. No eran un problema, pero lo serían si pasaba muy a menudo.

Por lo menos, ahora tenía una justificación real. Sólo era necesario atender la petición de una ciudadana ejemplar. No había nada de lo que lo pudieran acusar. Cómo mucho, de un poco de favoritismo.

–¡Alférez!– llamó.

–¿Sí, mi comandante?– se apresuró a acudir su asistente.

–¡Prepara al escuadrón Beta! ¡Que me esperen en el patio de la Liberación!– ordenó.

–Sí, mi comandante– respondió éste, antes de apresurarse a cumplir la orden.

Estaba un tanto sorprendido, pero simplemente cumplió las órdenes.



–Parece que por fin vienen. Será mejor recoger– informó Gjaki.

Había Murciélagos apostados en cada esquina, vigilando. Habían descubierto un grupo de guardias acercándose.

–Cuanta prisa por recoger... ¿Tan malas cartas tienes?– la acusó Goldmi.

–No sé qué quieres decir. ¡Esto es un asunto serio!– se defendió la vampiresa.

–Claro, claro– se burló la elfa

–Ja, ja. Nunca te ha gustado perder– rio Eldi.

–¡Dejaros de tonterías y prepararos!– se levantó de la mesa ofendida.

Sus compañeros rieron, mientras que Ralko observaba la escena sin saber qué decir. Por una parte, se sentía abrumado porque la mismísima Reina de Sangre los estuviera ayudando, porque le hubiera cambiado los pañales de bebé. Por la otra, su actitud actual no resultaba muy venerable.

Su madre simplemente sonrió. Podía ser la Reina de Sangre, y podía deberle la vida, pero no podía sino alegrarse de que no hubiera cambiado, de que siguiera siendo la misma.

Regreso a Jorgaldur Tomo IV: ReencuentroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora