Una notificación urgente

170 39 1
                                    

–El dorado y el negro, el verdadero señor, la esperanza– recitó el alto humano.

Aquellas palabras le avergonzaban, pues sin duda se referían a él. Incluso se había quejado a su hija de ellas.

–Es demasiado tarde para cambiarlas– se había encogido Lidia de hombros.

No obstante, la sonrisa en sus labios no había mostrado ningún signo de arrepentimiento. De hecho, se había sentido orgullosa.

El hombre abrió muchos los ojos, e incluso suspiró aliviado. Aquella misteriosa persona no era un enemigo, parecía que todo había sido un malentendido. También era posible que conociera aquel santo y seña, pero era improbable. Además, pronto lo averiguaría.

–Somos sus manos, ojos y oídos. Su lanza, hacha y martillo. Mientras esperamos su regreso, conservamos su legado– recitó el hombre de pelo verde, con adoración en su voz.

Éste se preguntó entonces dónde había desaparecido la lanza que había estado amenazando su vida. No obstante, enseguida sacó de su bolsa un extraño artilugio con forma de dodecaedro, para corroborar si el que había sacado su interlocutor era auténtico. Estaban vinculados a cada persona, y se consideraban imposibles de falsificar.

Ambos resonaron como estaba previsto, pero no fue aquello lo que sorprendió al miembro de la rebelión, sino que el de Eldi tuviera un brillo dorado.

–¿Quién... Quién eres?– preguntó, entre confundido y asustado.

–¿Qué quieres decir? ¿No ha funcionado bien?– se extrañó Eldi.

–Eso es... un identificador de mando... del más alto nivel. Pero no eres ninguno de ellos– señaló entre acusadora y perplejamente.

–Oh, vaya, esa niña... Lidia me lo dio y no me dijo nada. Tendrá que darme explicaciones– suspiró Eldi, hablando medio para sí medio para quien tenía enfrente.

El rebelde lo miró anonadado. ¿Quién podía hablar así de una de sus líderes? ¿De una de las personas más temida por sus enemigos y respetada por sus aliados? El único nombre que se le ocurrió lo descartó por ser demasiado fantasioso, totalmente imposible. Y tampoco era Líodon, conocía su voz.

Eldi suspiró de nuevo. Sabía que no le quedaba más remedio que hacerlo, así que se puso las manos sobre la capucha y la echó hacia atrás.

El rebelde se lo quedó mirando durante unos segundos con la boca abierta y los ojos que parecían que se le iban a salir de las órbitas. Además, el artefacto se le había caído al suelo y rodado un par de metros.

No podía creer lo que estaba viendo, pero sin duda era real. Sus palabras, su rango e incluso el hechizo que había usado no podían ser todos ellos falsificados.

Por si fuera poco, el alto humano había desactivado Disimular, por lo que su poder era claramente visible. Resultaba abrumador para alguien de nivel 42.

Se quedó unos segundos inmóvil, sin acabar de creérselo, de asimilar lo que sus ojos le mostraban. Mientras, Eldi no sabía muy bien qué hacer. Su hija ya le había dicho que lo idolatraban, pero nunca lo había comprobado en primera persona

El hombre se arrodilló rápidamente al recobrar el control de sí mismo.

–Yo... La... Lamento mi descortesía... No sabía que... que era usted... Es un ho... honor para mí conocer al gran Eldi Hnefa– tartamudeó, nervioso.

Eldi se sintió un tanto impotente durante un buen rato, intentando que se levantara. Al menos, consiguió información importante.

El rebelde se llamaba Holgur, y había sido destinado allí para vigilar la aldea. Tenía dos cometidos, el primero de los cuales era avisar si había algún problema, y protegerlos si estaba dentro de sus posibilidades.

El segundo era informar si llegaba alguien desconocido, describiéndolo. Se suponía que era un rebelde o un aliado valioso, y aquel era el punto de reunión. No se sabía cuándo llegaría, e incluso podía tardar meses. Holgur llevaba allí dos semanas, y sería sustituido en una más. Junto a una compañera que estaba durmiendo en aquel momento.

Lo que nunca hubiera sido capaz de imaginar era que el propio Eldi Hnefa sería el misterioso aliado que iba a llegar.

Éste había quedado con su hija que iría allí, y ella había asegurado no se preocupara, que lo sabría cuando llegara.

Por lo demás, en la aldea no había ocurrido ningún incidente relevante. De hecho, el condado en general estaba en una extraña calma.

Otros habían sustituido a los anteriores condes, pero se habían guardado de cualquier acción que pudiera enojar a Eldi Hnefa. No sabían si estaba allí, pero sí que podía regresar en cualquier momento y tomar represalias.

Por ello, no sólo los impuestos habían bajado ostensiblemente, sino que la actitud de soldados y representantes había perdido cualquier atisbo de arrogancia o prepotencia. Todos temían a un fantasma llamado Eldi Hnefa.



–¿Una notificación urgente? ¿Ahora? Más les vale que no sea otra estupidez– se quejó Líodon.

Estaba descansando junto a su madre y su hermana, disfrutando de los sonidos del bosque que la dríada les había enseñado a apreciar. Se suponía que debían estar comiendo, pero por alguna razón, Melia había servido la comida antes de lo habitual.

Escuchó el informe con desgana al principio, aunque pronto se le abrieron más y más los ojos.

–¿Qué pasa?– preguntó su hermana, mirándolo con algo de preocupación.

–¡Papá ha vuelto! ¡Vamos!– se levantó de golpe.

–Tú lo sabías...– acusó a su madre.

La dríada sonrió traviesamente y le dio un beso en la frente.

–Daros prisa. No le hagáis esperar– los apremió.

Se sentía tan feliz por ellos como afligida por no poder acompañarlos. Aunque no lo mostró en sus cristalinos ojos verdes. Ya llegaría el momento, o al menos eso deseaba con todo su alma. La espera y la incertidumbre le resultaban insoportables.



Cuando Eldi entró por la entrada principal, los aldeanos ya habían escondido a los niños. Habían estado trabajando en la plataforma de artesanía, pero no podían permitir que otros los vieran. Sabían que la calma reinante en el condado no duraría para siempre.

Los aldeanos siguieron con sus quehaceres mientras miraban de reojo, con desconfianza y nerviosismo al recién llegado con el rostro cubierto. Aunque nadie se interpuso en su camino. El nivel que mostraba era muy superior al de cualquiera de ellos.

Con cierta angustia, observaban como se acercaba a la plataforma de peletería, aunque no cómo sonreía. Un maestro podía percibir si había estado en funcionamiento y a qué nivel.

–Sin duda, han trabajado duro– se dijo.

Alzó la cabeza y miró hacia los cristales de la casa que tenía enfrente. Respiró hondo antes de gritar.

–¡Tin! ¡Ten! ¡¿Así es cómo me recibís?!

Los aldeanos lo escucharon sorprendidos, algunos incluso reconociendo aquella voz. Todos vieron como la puerta de la casa se abría y dos niños salían disparados, corriendo hacia el recién llegado.

––¡Maestro!

Él los recibió con los brazos abiertos, a los que se lanzaron los dos hermanos sin dudar. No había día en el que no hubieran pensado en su salvador, benefactor y maestro.

Regreso a Jorgaldur Tomo IV: ReencuentroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora