Infiltración

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Goldmi siguió a Ted, el hijo de Lidia, y a la elfa Mideltya, la novia de éste. Subieron por las escaleras de la casa, y salieron por la buhardilla al tejado. Desde allí, tenían línea de visión al salón del trono y a los jardines.

Por supuesto, no era tan fácil. Primero estaba la distancia, algo con lo que tanto ella como su acompañante eran capaces de lidiar. Lo miró y sonrió, encontrándose con sus ojos verdes, y con que le devolvía la sonrisa.

Elendnas siempre había deseado poder ayudar a su mujer, combatir junto a ella. Se había sentido tantas veces inútil y frustrado, que había perdido la cuenta. Ahora, por primera vez, podía estar a su lado, apoyarla.

El segundo problema no era tan fácil de solventar, y ni siquiera dependía de ellos.

–Tendremos que esperar a que rompan los ventanales. Abriremos un pequeño boquete en la barrera por ahora. ¿Allí está bien?– preguntó Ted.

–Mejor un poco más abajo. Elend, ¿más a la izquierda para ti?– sugirió Goldmi.

–Sí, sólo un poco– confirmó él.

Mideltya cambió de posición el sutil haz de maná que apenas marcaba la barrera.

–¿Así?– preguntó.

–Casi. Un poco más abajo. Una cuarta parte lo de antes– pidió la arquera –. Así, perfecto.

–Por mí también está bien– confirmó el elfo.

–Bien, ahora solo queda esperar– se sentó Ted junto a Mideltya, nervioso. La vida de su abuelo dependía de que todo saliera bien.

–Elend, ¿te quedas los de la izquierda?– preguntó Goldmi.

–Oh, ¿ya están llegando? Mmm. Sí, veo tres siluetas– se fijó el elfo.

–Hay cinco. Uno lleva ropas verdes. Está junto a esa estatua del mismo color. Otros dos metros más abajo y uno a la derecha, hay otro del color de la pared– le corrigió su mujer.

–Ah... Los veo. Avísame si llegan más– pidió éste.

Tenía también Ojo de Halcón. Si bien durante años no había estado en su mejor condición, eso no significaba que no pudiera entrenar. Esa era una de las habilidades que le había copiado a Goldmi, con la ayuda y consejos de ésta.

No obstante, no tenía una hermana alada que pudiera vigilar desde el cielo. La vista de la azor era incluso más aguda que la de ellos con la habilidad, y había estado observando a sus enemigos mientras se colocaban en sus posiciones.

Ted y Mideltya enfocaron sus ojos a los lejos, y luego se miraron el uno al otro, sorprendidos, pues no veían nada. Aunque habían oído hablar de aquellos elfos, e incluso habían compartido mesa con ellos, era la primera vez que tenían la oportunidad de observar sus habilidades. No sólo podían localizar a sus enemigos, sino que estaban confiados en acertar desde aquella distancia. Sin duda, Eldi no había exagerado.



–No... Espera... Tengo que ir...– rogó la sirvienta.

–¡Entra y calla! Si te portas bien, igual hasta lo disfrutas– la empujó el teniente dentro de la habitación.

Estaba tremendamente aburrido, y no acostumbrado a tener que esperar sin hacer nada, o a trabajar. Cuando había visto a la joven y atractiva sirvienta, había decidido divertirse. Sonrió con lujuria cuando la tiró sobre el sofá, mientras se desabrochaba los pantalones.

–Si no te quitas la ropa, podría estropearse. Más te vale ser obediente, no me gustaría tenerme que poner violento– la amenazó, acercándose medio desnudo.

–Sob... No, por favor... Sob...– suplicaba ella.

Sollozaba, cubriéndose la cara con las manos. Sus piernas estaban dobladas en una posición fetal, aterrada.

–Bien, entonces será por las malas– gruñó él, un tanto irritado.

Se acercó para cogerla de las muñecas. Pretendía separarlas y abofetearla para someterla. Aunque se detuvo de pronto.

–Tú...

Miró incrédulo la daga clavada a su estómago. Luego a ella. Ya no tenía la expresión de indefensión y miedo, sino una mucho más temible, e incluso burlona. Se desplomó.

–Siempre tiene que haber desechos humanos en celo. Bueno, ahora hay uno menos– dijo Lidia.

Agarró con facilidad el cuerpo ya sin vida, y lo llevó hasta la chimenea, donde lo incineró con un hechizo. Las armas y objetos metálicos los escondió debajo del sofá. Allí no los encontrarían, por lo menos no en breve.

Abrió la puerta y miró a los dos lados. No había nadie, así que se apresuró para dirigirse a su destino. Ya había perdido demasiado tiempo.



–Ja, ja, Linhlen, hacía tiempo que no te veía– saludó un sargento a su compañero.

–¡Hola, Konsjen! Sí, mucho tiempo. Estaba la mar de tranquilo en mi puesto fuera de la capital cuando me han llamado. Parece que no he sido el único– suspiró Linhlen.

–Ya ves. Dicen que ese Eldi Hnefa ha vuelto. ¡Maldito sea! ¿Qué es eso de que los plebeyos tengan privilegios? ¡Deberían estarnos agradecidos de que los protejamos! Es su fortuna si favorecemos a alguna de sus hijas o tomamos su vino. ¡Nos deben sus vidas!– exclamó Konsjen, ofendido.

–Ya te digo. Aunque algunos no lo entienden. Imagínate, tuve que matar a un campesino porque quería vengarse de que me hubiera cargado a su prometida. ¡Debería estar agradecido! La muy zorra se resistió, no sabía ser obediente– intervino otro.

–Los hay desagradecidos... No pido que me besen los pies, pero deberían estar dispuestos– estuvo de acuerdo Konsjen.

Linhlen asentía con la cabeza, pero por dentro estaba recordando sus caras.

–Serán los primeros en morir– pensó para sí Linhlen, o más bien, Líodon.

En el pasado, se había infiltrado en la élite de guardia realista. Había logrado ascender a sargento, y que lo trasladaran a un puesto minero que había que supervisar, y donde era el más alto cargo.

Así, había ido sustituyendo la guarnición por soldados rebeldes, o civiles que necesitaban un lugar en el que esconderse. Aprovechaban la muerte de un soldado enemigo para sustituirlo, algo de lo que nadie se daría cuenta. Aquella pequeña población sin mayor importancia había crecido, y convertido en un bastión rebelde y destino de refugiados.

De esa forma, también había podido mantener su identidad sin ni siquiera estar allí. Otros se encargaban de enviar los informes, o incluso de hacerse pasar por él si era imprescindible.

Cuando lo habían convocado para ir a palacio, había decidido que era una oportunidad mucho mejor que la de infiltrarse como sirviente, como su hermana había hecho una semana atrás.

De hecho, la había visto hacía un rato, siendo seguida por un teniente con no muy buenas intenciones. Lejos de preocuparse, se alegró de que hubiera un teniente menos, uno tan déspota como aquel. En el poco tiempo que llevaba allí, lo había llegado a odiar.

Un rato después, volvió a ver a su hermana, con quien cruzó una imperceptible mirada. Al teniente, no se lo volvería a ver.

Regreso a Jorgaldur Tomo IV: ReencuentroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora