La espada sagrada (II)

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Los murmullos y la sorpresa se propagaron por la llanura. No todos podían verlo claramente, pero el pelo negro era un atributo inconfundible.

Los que estaban más cerca distinguieron los ojos dorados, y no pocos habían visto estatuas o retratos. Pronto, el nombre de Eldi Hnefa recorrió el lugar como un tsunami.

Había adoración en los ojos de todos ellos. Era su héroe, aquel de quien sus padres les leían aventuras antes de dormir. Unos pocos, de muy avanzada edad, lloraban por poder verlo una vez más.

También había los que estaban preocupados e incluso asustados. Había algunos agentes de reyes y nobles, pero ninguno de nivel suficiente para intentar atentar contra él. Nadie había esperado que sucediera algo así, nadie lo había previsto, a excepción de los rebeldes. Ellos sí estaban preparados por si había un imprevisto.

Si los rebeldes hubieran actuado por sí mismos, se hubieran puesto al pueblo en su contra. Aquel lugar era demasiado sagrado.

Sin embargo, no era lo mismo si el propio Eldi Hnefa era quien aparecía. Al fin y al cabo, él era la razón por la que era un paraje sagrado.

Levantó la mano, aunque en realidad no necesitara hacerlo. La espada vibró con fuerza, amenazando con salir de allí.

–¡No! ¡No! ¡No! ¡Es mía!– exclamó el patriarca, intentando agarrarla.

De nuevo, cayó humillantemente al suelo, incapaz de detener el vuelo de la espada. Esta se posó con naturalidad en la mano extendida de Eldi Hnefa.

Volver era una de las habilidades que había grabado en ella, y que rara vez agregaba a una creación. No había conseguido nunca añadirla sin debilitar la estructura del arma. De hecho, aquella espada era prácticamente inútil en combate.

–Dejé esta espada a vuestro cuidado junto a una promesa. La de velar por el reino. La de velar por la gente. Por su bienestar físico y espiritual. Para que pudieran vivir una vida digna, sin ser oprimidos. No sólo habéis ignorado vuestra palabra, sino que os habéis aprovechado de vuestra posición para hacer vosotros mismos lo que teníais que evitar. ¿Qué tienes que decir en tu defensa?

Las palabras de Eldi sonaban amenazantes y solemnes, además de ciertas. Todos sabían que aquella iglesia había abusado de su poder, exigiendo donaciones, haciendo ostentación de la riqueza recaudada. No obstante, nadie había osado oponerse abiertamente. Eran los representantes de los dioses. Eran los guardianes de su legado, aquella espada incluida.

Si cualquier otro hubiera expresado esas palabras, incluso un sacerdote de alto rango, no hubieran tenido gran efecto, incluso habría sido acusado de traidor. Pero, ¿quién era Eldi Hnefa? Además de héroe de muchos, era considerado también un profeta, un enviado de los dioses. Él mismo les había dejado esa espada, uno de aquellos legados que se debía proteger.

Por si fuera poco, la espada que tenía que brillar, que proporcionar un espectáculo de luz y color, no lo había hecho. Al menos, no hasta llegar a las manos del profeta, y éste formulado su acusación.

A ojos de los fieles, aquella luz era un milagro, un mensaje divino. El patriarca, un pecador que debía ser castigado. Todos estaban arrodillados ante el profeta, a excepción del patriarca que aún yacía en el suelo, impotente, derrotado.

–Levantaros– ordenó Eldi con calma, dando un paso hacia el lugar donde había estado la espada –. Velkía, reconducir el rumbo de la iglesia no es una tarea fácil. ¿Estás dispuesta a asumirla?

–Será un honor. Dedicaré mi vida a ello– aseguró ella, arrodillándose.

Él tocó su cabeza con la hoja de la espada, activando al mismo tiempo un segundo juego de luces y colores. Los envolvió a ellos dos, como si hubieran sido bendecidos por una luz divina.

–Qué así sea, matriarca Velkía

Eldi clavó de nuevo la espada en su sitio, y se dio media vuelta, mientras la nueva matriarca se levantaba y le dedicaba una profunda reverencia. Al mismo tiempo, los vítores se extendieron por toda la audiencia.

–¡Viva la matriarca Velkía!

–¡Larga vida al profeta!

–¡Eldi Hnefa ha vuelto!

Aunque los gritos callaron cuando la matriarca alzó sus manos.

–Escuchadme, haced corred la voz. A todos los sacerdotes se les requiere volver a sus templos y aguardar allí el juicio de los dioses. Aquellos que incumplieron la palabra dada, deberán saldar su deuda. Aquellos que tuvieron que marcharse, se les da la bienvenida de nuevo– emitió su primer edicto.

No lo decía explícitamente, pero sabía que los fieles se encargarían de que se cumpliera. No dudaba de que algunos sacerdotes intentarían huir con sus riquezas, pero no lo tendrían fácil. Estaba segura de que los templos estarían rodeados de fieles. Además, los rebeldes vigilaban.

Velkía lo miró marchar con profundo agradecimiento y lealtad. Que el propio Eldi le hubiera confesado en privado la naturaleza real de la espada, no había hecho sino aumentar su respeto hacia él. Podría haberse guardado el secreto, aumentando el misterio en su figura, dándole más poder, pero no lo había hecho.

–Es una persona extraña. Tiene el poder en su mano y no lo coge. Es digno de confianza, de su leyenda– se dijo, no sin admiración.

Se dio media vuelta y bajó de la colina, donde fue recibida con sonrisas, felicitaciones y honores por sus colaboradores, todos los que habían vuelto con ella. Algunos no habían regresado todavía, y otros no podrían hacerlo nunca. Aquello la entristecía, pero no podía permitirse dedicarle tiempo a su pesar. Había mucho trabajo que hacer.



–Ha sido horrible– se quejó Eldi cuando volvieron.

–Pues yo creo que has estado genial– lo abrazó Lidia –. ¿Vosotros qué pensáis?

–¡Ha sido increíble!– alabó la elfa con excitación.

–Casi me lo creo, aunque sabía la verdad– admiró Ted.

–Ja, ja. Asume que has estado estupendo– le palmeó la espalda Líodon.

–Me fastidia engañar a la gente– suspiró él.

–No había otro modo. Para reformar la iglesia, para darles el poder a los que pueden llevarla por el buen camino, hay que actuar como ellos– le recordó su hija.

–Lo sé, lo sé. Pero deja un gusto amargo– se quejó él.

–Mamá estará encantada de que pienses así– pensó Líodon, sin decirlo en voz alta.

Sin duda, tenía razón. Cierta dríada había observado con detalle todos los acontecimientos. Sonreía con orgullo, y cierta tristeza por no estar junto a él. Miraba con nostalgia la imagen que se reflejaba en el agua, obra de Bolbe. Las ondas la distorsionaron por unos instantes cuando quiso tocarla con sus dedos.

La dríada y la ninfa acuática eran grandes amigas, y habían pasado mucho tiempo juntos en el pasado. Sólo cierto asunto las había separado un poco, a su pesar, pero seguían queriéndose como hermanas.

Regreso a Jorgaldur Tomo IV: ReencuentroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora