Cambio de planes

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Eldi estaba desayunando en la mansión, mientras esperaba a Gjaki. Ésta había ido a buscar a Goldmi y familia. Las niñas tenían fiesta, y se quedarían allí en la mansión, con algunos niños vampiros.

Coinín se había ofrecido para cuidar de ellos, aunque no había sido la única. No obstante, sólo ella había aprendido Deslizar de Goldmi, para poder hacer patines a sus hijos. Ahora, ya eran mayores, pero tenía nietos, además de muchos sobrinos.

–¿No hay zanahorias púrpura?– protestó Cuína, una de las hermanas de Coinín.

–Te tendrás que acostumbrar. No hay existencias– le informó Diknsa.

–¿¡Cómo es posible!? ¡Pero si es temporada! Es cuando están mejor...– se lamentó. Eran sus preferidas.

De hecho, estaban siempre frescas. En esta época, solían comprar grandes cantidades, y le pedían a Gjaki que las guardara. La vampiresa más de una vez se había quejado de ser una despensa portátil, pues las zanahorias no eran ni mucho menos lo único en su inventario. Aunque sólo se quejaba, no dejaba de hacerlo.

–Se ve que hay una plaga de caracoles–toro. Los caminos están bloqueados– explicó la diablesa.

–¿Y no podemos enviar a Gjaki? Debe de tener un Portal por ahí– propuso Coinín, riendo por lo bajo.

Sabía que su amiga iría, pero no sin quejarse.

–No seáis tan consentidas– las reprobó Diknsa –. Podéis pasar sin esas zanahorias, y Gjaki está ocupada. Además, seguramente tienen problemas para recogerlas y llevarlas al mercado. Habría que ir granja a granja.

–¿Cuántos de esos caracoles–toro hay? ¿Es una zona montañosa? ¿De qué niveles?– preguntó de repente Eldi, expectante.

El resto lo miraron un poco extrañados. Se le veía muy interesado en una aburrida plaga de caracoles–toro.

–Debe de haber cientos. Quizás miles. Por la zona, estarán por debajo de 90, aunque no mucho. Y sí, es montañosa– estimó Diknsa.

–¡Hola, ya estamos aquí! ¿Qué hay de desayunar?– apareció entonces Gjaki.

Iba con Chornakish, que la había estado esperando, además de Goldmi y su familia.

–No hay zanahorias púrpura...– refunfuñó Cuína.

–Gjaki, Goldmi, cambio de planes– las saludó Eldi.

–¿Y eso? ¿Qué ha pasado?– preguntó la vampiresa, extrañada.

–Hay una plaga de caracoles–toro de nivel adecuado– informó Eldi –. Pueden venir también los que tengan bendiciones de ese nivel o suficiente fuerza.

–Ja, ja. ¡Sí que hemos empezado a improvisar pronto!– rio la elfa.

–Ni hemos empezado...– se encogió de hombros Gjaki, asumiendo que su plan había cambiado antes de su inicio –. A ver, los que tengan bendiciones y estén entre 75 y 85 pueden venir. También los que puedan empujar una piedra como ésta. Es una buena oportunidad para subir de nivel.

Todos miraron la enorme roca salida de la nada. Luego a la vampiresa. Ninguno se movió. Primero tenían que acabar de desayunar.



Lo primero que hicieron fue ir a una vieja cantera abandonada que Gjaki había descubierto treinta y tantos años atrás. Aunque aún podían extraerse rocas, la calidad ya no era suficiente para la construcción, que había sido su uso en el pasado. Por ello precisamente había sido abandonada.

A ellos les daba igual. Sólo necesitaban rocas de buen tamaño, lo más redondeadas posibles. Fueron allí Gjaki y unos cuantos residentes de la mansión. Estuvieron varias horas sacando enormes piedras y dándoles un poco de forma.

Usaron para extraerlas picos de oricalco, más que suficientes para penetrar en la roca. Los pocos enanos-vampiros de la mansión se habían ofrecido voluntarios para el trabajo. Disfrutaban con ello.

Luego, con cinceles también de oricalco, les daban una forma más o menos redondeada. No tenía que ser perfecta, sólo ser capaces de rodar ladera abajo. Aunque un par de aquellas rocas estaban destinadas a no cumplir nunca su función.

Uno de los que se habían ofrecido para ayudar era Chornakish. Si bien se había esforzado en mejorar su nivel y aprender habilidades para luchar junto a su amada, tenía también otra afición, la escultura. Esa era la principal razón por la que se había ofrecido.

–Chorni...– se encogió Gjaki de hombros –. Tenemos trabajo que hacer. Ya te lo guardo. La dejaré en el taller.

–Ah... Lo siento... Me he quedado...

–Embobado... Ja, ja. Cuando te pones a esculpir, pierdes el mundo de vista– río la vampiresa de pelo plateado.

Él sonrió un tanto incómodo, un poco avergonzado. La piedra le había sugerido un oso, y había empezado a darle forma, sin pensar en nada más.

Su amada guardó la roca en un lugar aparte, sin poder dejar de sonreír. Le gustaba aquella faceta de él, y le encantaban algunas de sus obras.

Lo miró resignada un par de horas más tarde cuando se repitió la escena, volviendo a apartar el nuevo proyecto de escultura. A pesar de ellos, el demihumano pantera había redondeado un gran número de rocas. Le resultaba tremendamente fácil.

Durante toda la mañana, Gjaki las estuvo recogiendo y guardando en su inventario, sin poder evitar sonreír ante la perspectiva de dejarlas caer.



Eldi, Goldmi y Elendnas pasaron la mañana observando los caracoles-toro. Ojo de Halcón resultaba muy útil, así como una habilidad similar de su marido. Aunque no tanto como una azor sobrevolando el terreno, mientras la lince dormitaba.

Eldi, por su parte, se encargaba de Aplanar algunos puntos del futuro recorrido de las rocas, una vez decididas las mejores opciones. La misión del grupo era decidir desde dónde dejar caer las rocas, así como hacer cuantos ajustes fueran necesarios.

Además, ya que estaban, primero habían aceptado una misión del gremio para eliminar caracoles-toro. Había muchos aventureros y mercenarios ocupados con ello, pero no eran suficientes. Necesitarían meses para limpiar la zona.

–Si no hubieran diezmado los sapos-coloso, no tendrían ese problema– criticó Eldi.

La situación era complicada con aquellos depredadores. Algunos abogaban por protegerlos, otros querían cazarlos por sus materiales, y un tercer grupo quería exterminarlos. Lo cierto es que, sin sus depredadores naturales, el número de caracoles-toro crecía hasta no ser los bosques suficientes para alimentarlos. Entonces, se producía aquella especie de lenta pero incontenible estampida.

Con ello, miles de ellos acababan muriendo, sobreviviendo los que se habían quedado atrás. Durante un tiempo, estarían en calma, hasta que su número volviera a crecer. Además, el resultado de aquellas estampidas solía ser devastador. Incluso podían tener que abandonarse ciudades.

Los caracoles-toro podían subir por las murallas, o por encima de los cadáveres de sus congéneres, y no resultaban fáciles de eliminar o bloquear.

Quizás, una solución podría ser cazarlos continuamente, pero su carne no era comestible, así que no resultaba rentable. Todos sabían que había que hacerlo, pero nadie quería ser quien se encargara.

Regreso a Jorgaldur Tomo IV: ReencuentroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora