El libro del Juicio

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Sus acompañantes observaron atónitos como Eldi entraba en el altar y el espíritu de la ciudad lo recibía. Quizás, muchos de ellos no eran habitantes de la misma, pero la alegría del espíritu era evidente incluso para estos, pues lo tenían delante.

Uno de los objetivos era que Eldi Hnefa debía obtener la aprobación del espíritu. Sin dicha aprobación, sería más peligroso llegar a palacio. Era algo que a muchos de sus partidarios les preocupaba, pues no sabían cómo pretendía lograrlo.

Ahora, a la vista de los acontecimientos, la preocupación resultaba ridícula. El espíritu de la ciudad no sólo le daba su aprobación, sino que los siguió fuera del altar, con una actitud claramente familiar, afectiva. Parecía más una mascota que un majestuoso espíritu. Y eso que no sabían que se llamaba Hnefi.

Saliendo de su estupor, la portadora del cuerno lo hizo sonar en una larga y aguda nota. Era el anuncio que Eldi Hnefa había entrado en la ciudad, y que el espíritu le daba la bienvenida.

Uno tras otro, cuernos a lo largo de la ciudad se oyeron en respuesta. Propagaban el anuncio, para jolgorio de la mayoría de los habitantes, ya afectados de por sí por el buen humor del propio espíritu.

No en pocos lugares se improvisaron bailes, cantos o brindis. Aún había temor en la ciudad por lo que podía suceder, pero era mucho mejor dejarse llevar por un ambiente festivo que por el miedo.



El espíritu no era capaz de hablar, pero sí entendía el lenguaje de los humanos. Se abalanzó hacía una de las bifurcaciones del camino, volviendo con rapidez y recorriendo el principio de la otra. Volvió otra vez atrás y miró a Eldi, sin dejar de moverse, sin duda excitado.

El alto humano sonrió. Había pasado mucho tiempo, y aquel espíritu había crecido en tamaño, pero su carácter seguía siendo el de un niño. No pudo sino recordar las palabras del Oráculo.

–¿El espíritu me recordará?– le había preguntado.

–Los espíritus guardianes no olvidan– le había respondido el Oráculo.

–Después de tanto tiempo, ¿me odiará por no haber ido antes?– se había preocupado.

–No intentes juzgar a un espíritu guardián como a un mortal. Si antes te odiaba, te seguirá odiando. Si antes te amaba, te seguirá amando. El tiempo no pasa para ellos como para los mortales– había asegurado el misterioso ser.

Ahora, podía comprobar que tenía razón. No había ni siquiera el más mínimo atisbo de reproche por no haber vuelto en tantos años. Tan sólo, genuina alegría por volver a verle. Eldi se sentía realmente conmovido.

Señaló una dirección, y Hnefi la recorrió más de cien metros, antes de volver, rodear a Eldi cuatro o cinco veces, y volver a irse. Lo repetía continuamente, como si se tratara de un juego, aunque a veces se quedaba un rato con el visitante.

Incluso había rodeado algunas veces a quienes lo seguían, con curiosidad, para sorpresa de estos. Y también de los ciudadanos que se habían acercado, o habían estado esperando cerca del templo.

No obstante, no podían acercarse a Eldi Hnefa ni al espíritu. Un túnel de maná se había ido formando a medida que caminaban, protegiéndolos, disipando cualquier atisbo de maná que cruzara. Ninguna trampa podía activarse mientras estuviera activo.

Era una protección que se solía activar cuando anualmente la realeza acudía al altar a rendir homenaje, pero nunca había sido tan fácilmente manipulada, ni de modo tan dinámico.

Databa de muchos siglos atrás, y la llave para abrir la muralla también daba control sobre aquella barrera. Normalmente, era necesario activarla de un modo más forzado, utilizando artefactos auxiliares. Ahora, en manos de Eldi Hnefa estaba la llave maestra de la ciudad, con el beneplácito de cierto espíritu. Por supuesto, no lo controlaba todo, sólo aquello conectado al corazón de la capital.

No se dirigieron directamente a palacio, desconcertando una vez más a aliados y enemigos. No obstante, a estas alturas, los aliados confiaban ciegamente en Eldi Hnefa. No sólo era una leyenda que había vuelto, sino que a cada paso que daba algo extraordinario parecía suceder.

Esta vez, llegaron a una plaza con una estatua del propio Eldi, que le hizo torcer un poco los labios. Le resultaba un tanto abrumador verse en forma de piedra de más de cinco metros de altura.

Aunque no por falta de ganas, la reina no se había atrevido a demolerla o cambiarla de lugar. Sutiles intentos los había habido, como el descuidarla, dejar que se ensuciara, o que las plantas de alrededor crecieran sin control. Pretendían utilizarlo como excusa para acabar deshaciéndose de un símbolo que les resultaba incómodo.

No obstante, ciudadanos anónimos se habían encargado de limpiar, de arreglar los jardines, de no dejar que aquel símbolo se mancillara. Era algo que Eldi recordó cuando miró la impoluta estatua, ya que sus hijos se lo habían explicado, avergonzándolo mientras lo hacían.

Ahora, sin embargo, sentía aumentar su resolución. No podía defraudarlos, no podía abandonarlos, debía llevar a cabo esa misión por cada uno de ellos.

Hnefi volaba alrededor de la estatua, dando la impresión de que se estaba divirtiendo. Aunque se detuvo cuando Eldi levantó la mano hacia ésta, no por el gesto, sino por la reacción de maná que provocó.

La estatua representaba a Eldi Hnefa señalando hacia el frente con una mano. Con la otra, sostenía un libro abierto, con tapas ricamente decoradas, y con un título grabado en una lengua antigua y mágica.

No tenía una traducción exacta, pues representaba una figura que no existía. En parte juez, en parte legislador, en parte fiscal, aunque no rey. Se decía que su portador podía juzgar, cambiar las leyes, deponer incluso emperadores, o nombrarlos.

En leyendas, había habido muchos portadores, todos ellos ajenos al poder, pero no ajenos a las injusticias. Se suponía que una condición de ser portador del Libro del Juicio, como se le llamaba popularmente, era no emplearlo para el propio interés. En caso contrario, sería indigno y no podría sostenerlo.

Eran leyendas, historias, algunas muy antiguas, otras no tanto. El propio Eldi Hnefa lo había llevado en el pasado, o eso se contaba, aunque nadie sabía qué había sido de aquel libro sagrado. Hasta entonces.

Algunos incluso se arrodillaron al brillar el libro esculpido, al separarse de la mano de piedra, al reducirse de tamaño y posarse en la mano de carne y hueso del verdadero Eldi Hnefa. Ahora, ya no era de piedra, sino real, y surgía de él un extraño poder.

No era un poder para atacar o proteger, sino que simplemente otorgaba una misteriosa aura, una dignidad palpable, pero aparentemente sin una utilidad práctica.

–Es hora de ir a palacio. Nos deben de estar esperando– anunció.

Regreso a Jorgaldur Tomo IV: ReencuentroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora