Prólogo

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Diego no la escucha llegar.

Tan absorto está, concentrado en las complicaciones que enredan su vida, que ni se le ocurre imaginar que alguien vaya a tener el atrevimiento de acercarse a interrumpir su descanso. En aquel momento lo que menos desea es entablar conversación con ningún desconocido. De haberla visto acercarse un segundo antes, sin duda le habría gritado en la distancia para que lo dejara en paz con su soledad. Ni siquiera le hubiera importado que sea una mujer la que camina a su encuentro, aunque fuera la hembra más divina del universo entero, como las que un tiempo atrás lo entretenían. Ninguna mujer le interesa ahora. Ninguna, excepto la suya. No obstante, al sentir que una sombra impide que siga recibiendo los rayos de sol que tanto bien le están haciendo, mira para saber qué o quién está truncando su tranquilidad y, si es preciso, sacar de su propiedad al intruso que se atreve a molestarlo; así tenga que llamar a sus hombre para hacerlo por la fuerza.

Lo primero que ve son las sandalias blancas que apenas cubren los delicados pies que delante. Poco a poco, ascendiendo despacio y en silencio, logra llegar a su rostro, que el sol le impide definir con claridad. Sorprendido por un instante, sus ojos se encuentran y se detiene a observarla detenidamente; tan extrañado por su presencia que, por primera vez en su vida, no sabe qué hacer delante de una mujer. Se siente estúpido; ridículo. Finalmente, ella lo saca del trance al saludarlo con su voz suave y cantarina.

–Hola.

–Hola –replica, desconfiando todavía–. ¿Cómo te va?

–Bien... ¿A vos?

–No sé –fascinado, observa la sonrisa que ella le ofrece. Pero ni siquiera piensa en devolvérsela, como sin duda hubiera hecho con cualquiera en otro momento–. Supongo que bien.

–¿Puedo acompañarte?

–Claro. No hay problema.

–Corréte entonces. Hacéme un ladito acá.

Todavía nervioso, arrellanado en medio del sillón, el hombre se hace a un lado para que la mujer tome asiento, procurando dejar entre los dos el espacio suficiente para no rozarla. Tampoco se atreve a mirarla de nuevo y prefiere continuar perdido en la nada que ve en el horizonte.

–¿Qué hacés acá? –pregunta ella, obviando a su vez mirarlo; recogiéndose el cabello que el viento enreda a su antojo, con la cinta que lleva en la mano.

–Pensar pues. –se mira las manos, inquieto–. Pienso y recuerdo.

–¿En qué pensás? ¿Puedo saber?

–En mis desdichas. Nada complicado. Solo son recuerdos.

–¿Malos recuerdos?

–¡Qué va! Para nada. No son malos recuerdos. –Por primera vez sonríe y lo hace con pesar. Obstinado en no mirarla, teme encontrarse con sus ojos y que ella vea, a través de los suyos, el fondo de su corazón y los oscuros propósitos que ocupan su mente–. Este lugar es mágico.

–Sí. Lo sé.

–Acá nada puede ser malo.

–Eso también lo sé.

–Recordaba los mejores momentos de mi vida. ¿Lo puedes creer?

–¿Entonces? ¿Por qué te veo triste? Sí decís que fueron los mejores momentos de tu vida no deberías estarlo.

–Ve que no es tristeza lo que siento.

–¿Qué es?

–Desesperación.

La Peor de Mis LocurasWhere stories live. Discover now