107. Sueños que apenas comienzan

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Diego sabe cuánto mal le causó, no solo con sus dudas y sus reproches la noche que iban a anunciar su próximo matrimonio, sino también en las últimas horas, acosándola hasta el cansancio. Pensando en ello fue que comenzó a tomar, en el primer bar que encontró abierto al llegar a la ciudad, tras dejarla con su familia en la casa. Obviamente, sabe que no puede volver a lastimarla, culpándola por algo que ella no hizo, arrastrado por las insidias de su hija. Sin embargo, este es un escollo que todavía no puede salvar; la obsesión enfermiza de Valentina y el vínculo que lo une a la muchacha, que él se ve incapaz de cortar por más que lo desee. No se siente con fuerzas para ponerle un freno, pero comprende que a Marina no puede exigirle que pague con su dolor por esta debilidad suya. No debe obligarla a soportar sus arrebatos, cada vez que suceda de nuevo y él no consiga marcarse un límite. Siente un nudo en el pecho al imaginarse lejos de ella. Le duelen el cuerpo y el alma tan solo de pensarlo, pero sabe que no puede ni debe retrasar por más tiempo el fin.

–¿Te diste una ducha? –pregunta Marina al rato, saliendo del silencio en el que cayeron los dos: sacándolo de sus cavilaciones y del mundo al que se evadió, huyendo de la cruda realidad que le espera.

–Sí. Quería sacarme la peste de la borrachera –responde con una sonrisa, pero como ella lo mira seria, agrega–. Espero que no te moleste.

–No, para nada.

–Y gracias por no haber botado mi cepillo de dientes.

Si él supiera que, después de decidir terminar con todo, había pensando guardar sus cosas como tesoro de sus recuerdos, y negarse a devolvérselas si iba a buscarlas, incluido el cepillo de dientes que ahora le agradece.

–¿Ya te sentís mejor? –obvia el comentario, yendo directa a lo que le interesa–. ¿Podemos hablar ahora?

–Ajá, ya me siento un poco mejor. Pero no te preocupes por mí que yo enseguida voy a estar bien. Esta no es la primera vez ni será la última.

–No me gusta verte así.

–Y no me verás más, fresca –confirma derrotado–. Mejor dicho. Dime cual es la decisión que tomaste y, como ustedes dicen, me mando a mudar de acá. Yo te juro que voy a aceptar lo que sea, sin armar más bochinche.

–¿Vos estás seguro?

–Completamente. No más recocha –toma el último sorbo de café y la mira con arrojo, como para dar firmeza a sus palabras–. Hasta ahora comprendí que no puedo enredarte de esta manera en mi vida.

Como si no fuera capaz de soportar lo que viene a continuación, se recuesta en el sofá suspirando derrotado. Tiene miedo de lo que va a sentir su cuerpo cuando ella hable, del dolor de perderla definitivamente. Aunque quizás no sea su cuerpo el que tiene que prepararse, sino su corazón: su corazón es el que tiene que estar dispuesto para la despedida y, obviamente, no lo está.

–Vos no me enredaste en tu vida, Diego. Yo me enredé sola.

–Como sea. No da para que yo te siga lastimando.

–En eso tenés razón.

–¿Por qué fuiste a la casa, Marina? –pregunta, fijo en sus ojos, esperando una respuesta sincera.

–¿Me lo estás echando en cara?

–No, ¿cómo crees? Pero me dolió en el alma que fueras solamente porque Rosalía te lo pidió.

–¿Quién te dijo?

–Imaginé que ella te iba a pedir ayuda si no lograba sacarme del despacho.

–Rosalía se comunicó en la tarde... y discutimos.

–¿Discutieron? –exclama él con gesto de asombro.

La Peor de Mis LocurasWhere stories live. Discover now