138. Olvidemos el pasado

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Diego tuvo sueños agitados. Al abrir los ojos en la mañana y recordar lo sucedido unas horas antes, ni siquiera sabe porqué se le ocurrió mencionar el parecido de la nena de Daniel, con sus hijas, aquella madrugada en la clínica. Puede ser que, como piensa Marina, se debiera a la inquietud del momento, pero tampoco entiende muy bien a qué se debió esto. O quizás sí sepa. La verdad es que se siente distinto desde que Andrea inició el trabajo de parto, apurándolos a todos en medio de la noche; como si en ese instante él se hubiera dado cuenta de lo que le está pasando desde que aceptó para sí estar enamorado como un loco de Marina. De pronto comprende que esta es la última oportunidad que tiene para ser feliz y no se quiere perder ni un solo segundo de lo que pasé por su lado y le suceda a su vida. A sus años tiene que vivir cada acontecimiento con intensidad, de modo que pueda recordarlo más tarde como lo mejor que tuvo.

Es cierto que la llegada de la hija de Daniel es un hecho importante para la familia; después de tantos años sin tener un bebé en la casa, todo lo que sucede es novedad. Pero su agitación se debe, más que a eso, a la espera de su propio hijo, y en esto no le mintió a Marina, porque esta sí será su primera vez. La primera vez que viva la experiencia que recién gozó su hermano, como si igualmente él fuera un padre primerizo. Sin embargo, no debió hacer mención de los parecidos entre las niñas. Tuvo que imaginar que aquello iba a pasar y que, sin querer, esto traería a su mente lo otro que tiene olvidado y zanjado desde hace mucho tiempo. Pero lo peor es que sabe que su familia, los que estaban presentes en la clínica en ese momento, recordaron lo mismo que él. Ya pasó –se dice–. Como quiera que sea, ese asunto está en el mismo lugar de siempre. Hablará con Luisa a la primera oportunidad y las cosas seguirán como estaban hasta ahora.

Marina en cambio se levantó de buen humor. Se dieron una ducha y bajaron de la mano para tomar el desayuno en la cocina. Allá encuentran a la Nana y a Irene, departiendo con Juana y Hortensia mientras organizan las tareas del día. Los papas de Marina salieron temprano a hacerle visita a Andrea y seguramente andan ya recorriendo la ciudad en compañía de Jacinto. Los demás todavía no amanecieron.

–Ajá, ¿y entonces? –los saluda Dolores, con un beso y una sonrisa luminosa, como hacía tiempo no le veían–. ¿Sí pudieron descansar?

–Claro, mi viejita. Como los mismos reyes.

–¿Y Marina, también descansó?

–Sí, Nana. Ya estoy bien. Necesitaba unas horitas de sueño, más nada.

–Pues fíjate que yo te noto como descompuesta. –La toma de la mano hasta hacer que se acomode en una silla, junto a Irene–. Te me sientas acá que te sirvo un desayuno bien costeño.

–Pero Nana... –protesta, aún sabiendo que de nada le va a servir.

–Pero nada. Arepita de huevo, buñuelitos de maíz y fruta fresca. Y te lo comes todo si no quieres conocer mi genio.

–Que lo tiene bien malo ese genio, mi amor –bromea Diego–. Hasta un chancletazo te puedes llevar.

–Está bien. Por no discutir.

–Si van para la clínica ahora –Irene averigua con Diego–, ¿nos pueden acercar? Vamos la Nana y yo.

–Con gusto. Terminamos el desayuno y salimos –Él no necesita que su Nana lo amenace. Ataca el plato que Juana le sirvió como si no hubiera comido en tres días–. Sara y Daniel querrán venir a darse al menos una ducha. ¿Tú te quedas con ellas, Nana?

–Para eso es que vamos, a quedarnos con Andrea mientras ellos vienen y descansan un ratico. Tu mamá y Rosalía salieron a hacer unas vueltas; no van a poder pasar hasta más tarde.

–No hay complique, Nana. Nosotros las llevamos.

En el camino a la clínica, Dolores saca a colación la llegada de los papás de Andrea, que vienen desde Europa invitados al matrimonio.

La Peor de Mis LocurasWhere stories live. Discover now