125. LA PLATA

16 4 0
                                    

Lo primero que Marcela encontró extraño aquella mañana, fue que don Sebastián, con gran aplomo, se desdijera en cuanto a sus deseos de celebrar la reunión con los Steiner en un salón de cualquier hotel de la ciudad. Incluso le pareció anormal que él mismo quisiera comunicarse con Arnaldo Steiner, dejando de lado las gestiones realizadas anteriormente por el abogado para concertar la cita. Ciertamente ella no conoce mucho –en realidad nada– sobre la conexión que existe, o existió, entre las dos familias; ni siquiera sabe si se puede hablar de tal relación, aunque le cabe suponer que sí. Sin embargo, Marcela, hasta acá, creyó que una decisión tomada por el viejo Álvarez de Arauca era incuestionable y manifiesta, por encima de cualquier otra; que él nunca daba su brazo a torcer, por nada ni por nadie, después de haber tomado un camino. Por eso se siente un tanto desalineada con lo que sucedió en la mañana. Además de la bronca de Marina, de cuyos reclamos sabe que no se va a poder escapar a su regreso de La Plata.

Qué haya pasado en la conferencia mantenida entre don Sebastián y Arnaldo Steiner, no lo sabe. Como tampoco tiene idea –y es ahora que se da cuenta de ello–, de los manejos que ha llevado a cabo Daniel en la Naviera desde que está en la Argentina. Pero esto es algo que no le preocupa en absoluto. De hecho, hasta que comenzó a trabajar con Diego, convirtiéndose en su mano derecha en la sede de Mar del Plata, ella no sabía un carajo sobre el negocio marítimo, de modo que para ella, cualquier cosa que se haga, siempre que no cree más complicaciones de las que ya arrastran, está bien hecha. Tampoco le puede pedir demasiado a Daniel si su jefe, quien la contrató y para quien trabaja, anda de bardo en bardo, sin poner los pies sobre la tierra desde hace... Bah... Ni se acuerda.

Sin embargo ahora, mientras viajan con destino a La Plata, en un vuelo privado y bastante cómodo –situados los cuatro en torno a una mesa de trabajo, en tanto que Santiago y Daniel ultiman los detalles de la reunión, extrayendo datos de la computadora en la que Nadia los grabó antes de salir de la Naviera–, Marcela observa al abuelo, sentado en el asiento frente al suyo, y no puede esconder por más tiempo su curiosidad. Averigua, aprovechando que los otros se encuentran absortos en la pantalla.

–¿Y? ¿Cómo le fue con don Arnaldo Steiner? ¿Algún problema?

–No, todo bien –responde el hombre con una sonrisa misteriosa, viéndola venir con sus preguntas. Sabe que la curiosidad de Marcela es natural; incluso le extraña que no haya investigado antes–. La verdad es que estuvo bastante amable; más que de costumbre.

–¿Cómo?

–¿Cómo qué?

–¿Acaso ustedes se conocen? Digo... personalmente.

–Ajá. Sí, nos conocemos. Pero déjame y te resumo –don Sebastián mantiene su sonrisa, solo que ahora es completamente franca. Ya aprendió que el mundo de Marcela Luján es también el mundo de los Álvarez de Arauca. Por eso no importa que sepa lo que para su familia es un hecho–. En este ámbito del mar todos los piratas nos conocemos –señala con sorna.

–¡Esa es! Perfecta la definición –ríe la mujer–. Piratas.

–Aunque te asombre lo que te voy a contar, con el papá de Arnaldo, Martín Steiner, fuimos grandes amigos hasta su muerte. Inclusive asistí a su funeral con Ana, mi esposa, hace de esto unos doce años. Fuimos competidores, ¿verdad? Pero también fuimos grandes amigos; como es conveniente cultivar la amistad en los negocios.

–Espero que el señor no fuese tan... –se detiene buscando la palabra, pero sabe que le va a salir sola, por más que él se enoje al escucharla–, pollerudo como el hijo. Ese don Arnaldo es un viejo choto.

–No creo que el hijo sea un pollerudo, como tú dices –ríe relajado. Los otros dos sonríen, mirándola de medio lado.

–Disculpe. Me zarpé.

La Peor de Mis LocurasWhere stories live. Discover now