55. Tan solo cenizas

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La mañana del domingo está siendo agitada para los habitantes de La Casona. Nadie sabe porqué, unos y otros transitan por la casa sin rumbo fijo; sin un lugar concreto al que dirigirse. Lo razonable, después de una noche de parranda como la que disfrutaron, habría sido tomarse el día de descanso flojeando todo lo posible. Sin embargo, se respira algo extraño en el ambiente; algo que ninguno de ellos alcanza a comprender. Una sensación extraña que algunos intuyen, si bien no se atreven a relacionar con la agitación que sienten. Únicamente, Andrea y Marina, se hallan ajenas a la inquietud que sienten los demás. Quizás se deba a que estuvieron parte de la mañana en la calle, y el resto encerradas en el dormitorio de la primera.

Para hacer más llevadera la particular tensión que ellas padecen, Marina le ha contado a la amiga los problemas que está teniendo con Diego. No lo hace porque necesite un consejo sobre cómo comportarse con Valentina: sabe que nadie en la casa le puede dar una mano con eso. Le cuenta para que la otra no piense demasiado en lo que va a suceder en breve. Andrea se siente triste; más por el después que por el ahora inmediato. Así se lo hace saber a Marina, que trata de evadirla de su problema narrándole los propios; intentando obviar el desastre que se le viene encima.

El verdadero drama se desata a la hora del almuerzo, cuando, todos reunidos en el comedor (excepto Irene, que solo en contadas ocasiones acepta compartir la mesa de los Álvarez de Arauca, aunque en esta ocasión le hubiera encantado, sin duda, estar presente), ya servidos los postres, entra Juana anunciando la visita de un caballero –en palabras de la sirvienta–, que pregunta por la niña Andrea. La aludida se levanta de la mesa con calma, dispuesta a recibir a la persona que la solicita, a una hora insólita para las visitas. Y Marina, apenas sin querer, se tensa en la silla como si hubieran preguntado por ella misma; cosa extraña en un lugar en el que nadie la conoce. En todo caso, a la argentina no le pasa desapercibida la atención con la que Valentina observa la escena. Los ojos de la joven van de un lado a otro, sin perderse un solo gesto de las personas que comparten la mesa. Es como si, de alguna manera, supiera lo que va a pasar, o estuviera espiando la vida de los demás desde su perspectiva.

–Juana, por favor, haz pasar al señor –ordena Andrea, abandonando su lugar al lado de Daniel.

Pero el visitante ya entró en el comedor siguiendo a la sirvienta. Viste un traje negro y carga un maletín en la mano. Detalle este en el que nadie se fija.

–Buenos días, doña Andrea –saluda el hombre cauteloso–. Buenos días, tengan todos. Espero llegar a tiempo –se disculpa–. Me demoró un trancón.

–No se preocupe. Está bien así –lo excusa ella.

Por algún extraño motivo, Daniel cree que este es un buen momento para zaherir a su esposa delante de todos. Y lo hace sin moverse de la silla ni volverse a mirar al recién llegado. Le habla desde la superioridad que le procura el saberse apoyado por su familia.

–¿Cómo es eso, Andrea? Si tenías invitados para almorzar, debiste avisar a mi mamá –sugiere, con manifiesta ironía–. Sabes que ella con gusto le hubiera puesto un lugar en la mesa. Me sorprende en ti un descuido como este.

–Discúlpame, mi amor, pero no me descuidé en absoluto –replica ella en el mismo tono de burla–. Pasa que el doctor no vino hasta acá para almorzar con nosotros. Y tampoco vino por mí, sino por ti.

–¿Por mí? –continúa él, siguiendo con su actitud cínica–. Creo que te equivocas. No tengo el gusto de conocer al caballero.

–No se preocupe. Yo a usted tampoco –responde el aludido–. En realidad busco a don Daniel Álvarez de Arauca. ¿Es usted?

–Yo soy. Dígame, ¿para qué soy bueno?

La familia escucha a Daniel con asombro. No saben si su comportamiento se debe al mal humor, al deseo íntimo de lastimar a su esposa, o al desconcierto por la visita de aquel hombre, al que únicamente Andrea parece conocer. El señor se retira unos pasos hasta la mesita auxiliar que, a pedido suyo, Juana le mostró un segundo antes. Sobre ella abre su maletín de trabajo y extrae, con sumo cuidado, una carpeta negra con documentos sujetos en la tapa. Y así, carpeta en mano se dirige de nuevo a la mesa, al lugar en el que Andrea sigue parada al lado de su esposo.

La Peor de Mis LocurasWhere stories live. Discover now