Mientras en Mar del Plata intentan buscar una solución al inminente problema que se les viene, y en Santa Marta ya comenzaron con los preparativos para el inopinado viaje de Valentina, en Campeche parece que las cosas van mucho mejor para los Álvarez de Arauca. Y a juzgar por la sonrisa que luce Andrea en aquel momento, mirando su cara a medias maquillada en la imagen que le devuelve el espejo del tocador de su recámara, se podría creer que, incluso los sombríos acontecimientos ocurridos no mucho tiempo atrás, han desaparecido por completo de sus vidas.
Su esposo le trajo un maravilloso vestido de fiesta, que se ajusta a su cuerpo como si lo hubiera mandado hacer a medida. Junto al vestidor están las maletas, ya empacadas con su ropa y la de su esposo, listas para que en la mañana un conductor de la Naviera pase a buscarlas y las lleve al aeropuerto, donde las facturará con destino a la Argentina. Él, su esposo, se encuentra en ese momento cantando en la ducha, feliz por la nueva vida que juntos van a emprender. Y, por si fuera poco, esta noche están invitados a una fiesta en la Embajada de España. Uno de esos eventos de alto copete en el que, sin duda, se encontraran con grandes personalidades del país y algún que otro conocido relacionado con los negocios de la familia. Pero a ella únicamente le interesa saber que esta, a pesar de no haber sido organizada a la medida de sus deseos, será su gran fiesta de despedida de México. Para eso se está engalanando ahora, sentada frente al tocador, vistiendo únicamente su sensual ropa interior y un fino y corto batín de seda que la cubre apenas en parte.
Daniel sale del baño envuelto en una toalla. La mira un instante a través del espejo, dibuja un gesto divertido en sus labios y antes de girarse para seguir con su arreglo personal, le envía un beso con la punta de los dedos, que ella recibe con una sonrisa. Luego se dirige al vestidor y comienza a ponerse la ropa que va a lucir en la fiesta, especialmente seleccionada por su esposa para la ocasión. Por un momento se pregunta, cómo pudo ser tan tonto de imaginar que podría vivir sin Andrea a su lado. Nadie conoce sus gustos mejor que ella. Nadie sabe consentirlo como ella lo consiente y nadie sería capaz de acoplarse a su vida como Andrea lo hace; complaciéndolo hasta en el menor de sus caprichos para que él se sienta cómodo y feliz. Definitivamente..., un soberano imbécil al pretender vivir sin su esposa, pero ya pasó. Fueron malos tiempos para ambos; tiempos que es mejor olvidar para que no enturbien lo que de bueno les tenga preparado el futuro.
–Ven acá, mi amor y dame una manita –le pide, de pie en el espacio que separa el vestidor de la recámara. Acomodándose con pulcritud la camisa, sin que resulte demasiado arrugada en el intento.
Andrea abandona su quehacer ante el tocador para ir en su ayuda.
–Ajá, mi cielo. ¿Qué es lo que no te queda?
–Fresca, que todo está perfecto –contesta, dejando caer los brazos a los lados para que ella actúe y acabe lo que él no pudo–. Pero con estas manos tan grandotas y lo torpe que soy, no pueda abrochar estos botones tan chiquiticos.
–No digas embustes ni hables mal de tus hermosas manos, si no quieres que te suelte un cocotazo.
–¿Por qué? –Daniel ríe, viendo que ella ni siquiera hizo el intento de ajustarle la camisa.
–Porque esas manos grandes y torpes, son las que saben cómo manejarme a mí. Me las estás ofendiendo y se volverán perezosas.
–¿Tú me estas provocando?
–¿Y qué si así fuera?
–Pues que tendríamos que dejar el arreglo de mi camisa para otro rato.
–Y yo tendría que maquillarme otra vez –declara ella con un mohín indolente.
–¿Y qué? ¿Será que es mucho complique eso para ti?