22. Reunión de jóvenes

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Don Sebastián e Irene se quedaron en La Casona junto con los jóvenes Álvarez de Arauca. Son los encargados de recibir y atender a los invitados al almuerzo del día de Navidad, que comenzaron a llegar a media mañana, justo cuando la ambulancia salía para llevar a Andrea y a Daniel a la clínica. Algunos se excusaron con la idea de marcharse, pero doña Eugenia no hubiera permitido que, el almuerzo más importante del año en Santa Marta, se cancelara.

Reunidos en el comedor principal, procuran que la celebración sea lo más amena posible, conversando sobre cualquier nadería, por no tocar el tema que en verdad les duele, así traten de ocultarlo. Los muchachos, como siempre, se distraen hablando de sus cosas. Don Sebastián departe con su amigo Leonardo, el padre Rafael y Manuel Solís. Irene atiende, realmente interesada, a los comentarios de Ricardo Montalbán y Cesar Rosales –abogado y gerente de la Naviera respectivamente–, que disertan con Tatiana Vélez, esposa del primero y ejecutiva en la Sociedad Portuaria, sobre las innovaciones que se están llevando a cabo en la Zona Franca.

Javier ha estado bromeando con Carolina y sus primas durante todo el almuerzo, feliz de que, por una vez, no los llamen al orden. La verdad es que nadie tiene ganas de crear un nuevo problema en la casa. Como bien dijo la Nana: esta es la Navidad más triste y dolorosa, que se ha celebrado en La Casona, en todos los años que ella lleva al servicio de los Álvarez de Arauca. Toda una vida.

Tras los postres pasan al salón, donde se sirven cafés, dulces y licores, como en cualquier otro evento de importancia. Si bien es cierto que no hay mucho que celebrar, la vida debe continuar para tranquilidad de la casa y de la familia.

–Tengamos fe en que las cosas estén yendo bien en esa clínica –comenta la esposa de Ricardo, con gesto preocupado–. Aunque es extraño que no se hayan comunicado para darnos alguna noticia.

–Ajá, Tatiana, tienes razón. Nadie ha llamado y eso es raro –Sergio le está sirviendo una copa al padre Rafael, sin dejar de mirar a Carolina que le devuelve una sonrisa coqueta–. Va a ser mejor que yo me comunique. Les pido un permiso.

El joven deja la copa al alcance del sacerdote y sale en dirección al despacho, sin advertir que Carolina lo sigue trotando divertida detrás de él. Javier sonríe al ver el juego de la amiga, pero se abstiene de comentarlo con los demás. Solamente él tiene que vigilar.

Sergio está tomando asiento tras el escritorio, cuando la ve entrar y cerrar la puerta despacio. Todavía no entiende cómo es que ha perdido el juicio por aquella peladita; porque eso es para él, más chiquitica que su amor. Pero como diría su tío Diego: "Mijo, los Álvarez de Arauca nos enamoramos a lo macho". Y él ya no puede obviar el hecho de que, cada vez que la tiene cerca –y eso ocurre bastante a menudo últimamente–, pierde el oremus y su realidad deja de tener sentido por atenderla a ella.

–Ajá, ¿y entonces? ¿Ya te comunicaste? –Carolina camina a su encuentro, contoneando su hermoso cuerpo ante sus ojos, sin percatarse de que, las miradas que él le dirige, hace tiempo dejaron de ser simplemente amistosas.

–Recién me senté –replica él, sonriendo tranquilo–. No tuve tiempo.

–Marca pues. ¿O quieres que lo haga yo? –la muchacha se acerca diligente tendiéndole la mano para que le pase el teléfono–. Dame acá, que para eso soy tu asistente personal.

–No, Carol, deja. Ahora no estamos trabajando. Puedo hacerlo solo.

–Eh, mijo, pero deja el agite –Carolina apoya el trasero sobre la mesa, frente a Sergio, quien no puede evitar que sus ojos vayan directos a las hermosas piernas de la joven, que ella le muestra insinuante, al subirse la falda del vestido para sentarse–. Y no me la montes, que yo solamente quiero ayudarte.

La Peor de Mis LocurasWhere stories live. Discover now