Va para un mes que Diego está de visita en la casa de Daniel y Andrea. Dos veces ha pensado en regresar a Mar del Plata, donde sabe que lo espera un montón de trabajo, acompañado, seguramente, de algún que otro problema. Pero en ambas ocasiones pudo más su fastidio por lo ocurrido en los últimos días de su estancia en La Naviera, que sus deseos de volver a enredarse en el trabajo y los problemas. De cualquier manera, tampoco sus hermanos quieren que los deje todavía. La idea de Daniel es que permanezca con ellos todo el tiempo posible y que luego los tres emprendan viaje a Santa Marta para pasar la Navidad con la familia, algo que Diego no ha aceptado. Se ha empeñado en que tiene que regresar a Argentina, porque debe poner al día algunos asuntos antes de su viaje a Colombia.
Desde que llegó a México no ha parado un solo momento. Daniel le aconsejó que visitara La Naviera de Campeche lo menos posible, para no complicarse. Su hermano lo conoce y sabe que no va a poder reprimir el impulso de imbuirse en los asuntos de la empresa, olvidando que se encuentra disfrutando de sus merecidas vacaciones. En aquellos días ha podido hacer lo que le vino en gana; todo menos trabajar. Sus hermanos lo pasearon por la ciudad, le mostraron los lugares emblemáticos de la zona como a cualquier turista ocasional, y pasaron mucho tiempo los tres juntos, siempre teniendo en cuenta el avanzado estado de gestación de Andrea, porque ambos decidieron dejarla sola el menor tiempo posible. Felizmente, ella se ha sentido mucho mejor desde que Diego está con ellos. Cierto que alguna noche salió con Daniel –Andrea comprende que los hermanos tienen que hablar de sus cosas y ella es razonable con eso–, aunque no pasó de algunas horas perdidas y sin trasnochar demasiado.
Diego se siente feliz por haber podido hablar con su hermano pequeño, así como cuando eran chicos. Daniel de nuevo le abrió su corazón. En esta ocasión para contarle los problemas por los que atraviesa su matrimonio. Él está dichoso de poder darle un consejo y guiarlo por el buen camino. Aunque a veces le resulta casi imposible sugerirle que haga cosas que él mismo no haría. La realidad es que le cuesta creer que su hermano, a quien toda la vida le entusiasmó la diversión en cualquiera de sus variedades, haya cambiado tanto. Bien seguro que lo hizo por amor a Andrea, pero él, que ha tratado por todos los medios de sentir algo parecido, se cree incapaz de cambiar por nada ni por nadie. Ya lo intentó con Irene. Por más que quiso hacer del suyo un matrimonio como Dios manda, nunca pudo evitar salir a parrandear, así tuviera que hacerlo fuera de la ciudad para que su esposa no supiera en las que andaba. En cambio su hermano sí ha cambiado para bien de la pareja y él no puede, ni quiere, hacer que vuelva a lo de antes. Su deber es darle una mano para que continúe por el buen camino.
Daniel ha puesto todo de su parte para que Andrea se sienta bien. No solo ahora que ella está esperando un bebé, sino meses antes de que lo concibiera. En algún momento él decidió dejar atrás la vida insensata que llevaba y comenzar a ser juicioso, como muchas veces se lo había pedido su mamá. Ahora lo ha hecho por voluntad propia. No obstante, aunque la cosa funcionó en los primeros tiempos, ahora Daniel se siente un tanto confuso y se queja de que Andrea quiera controlar cada paso que da; pretendiendo saber donde se encuentra en cualquier momento del día o de la noche. Y para eso hace continuas llamadas a su despacho en La Naviera, o al teléfono celular que siempre carga encima. Le falta enviarle un telegrama cada treinta minutos para acabar con su paciencia.
A Diego le vinieron a la memoria los últimos meses de su matrimonio con Irene Fuenterrubia. Él había amado a esa mujer más que a ninguna otra. También, como ahora Daniel, había tratado de dejar atrás la vida disoluta de rumba y diversión que llevaba. Y lo había logrado durante los siete primeros años de casados. Pero Irene, al igual que ahora Andrea, no entendió el "sacrificio" que suponía para él dejar atrás todo lo que tuvo en su vida anterior y, en lugar de conformarse con que hubiera cambiado y animarlo a hacer otras muchas cosas juntos en familia, trató de fiscalizarlo todavía más, con lo que consiguió todo lo contrario de lo que pretendía, empujándolo a buscar de nuevo la libertad a la que siempre estuvo acostumbrado. Las mujeres, en su eterna complejidad, no terminaban nunca de comprender lo que para un hombre como él –o en este caso su hermano–, habituado a manejar íntimamente sus movimientos, significaba un cambio tan brusco en su diario quehacer. Del mismo modo que Diego terminó harto de las peloteras que tenía con Irene y de sus incesantes reclamos –obviando que tuviera o no razón–, Daniel lo haría también con Andrea llegado el caso. Aunque Diego no es capaz de imaginarse a su cuñada discutiendo a puro grito. Seguramente, Andrea, con su exquisita educación, lo está haciendo de una manera más sutil y artificiosa. En resumidas cuentas para llegar al mismo lugar al que él llegó con su segunda esposa.
