45. Vuélveme a querer

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Desde que Marcela le informó del regreso de Marina, Diego no ha podido parar un segundo sentado en su sillón del escritorio. Camina como una fiera enjaulada de un lado para el otro. Levanta el teléfono, dispuesto a llamarla, porque necesita escuchar su voz; pero al instante recuerda a su asistente pidiéndole que no la apure con su insistencia, y vuelve a dejar el aparato en su sitio con un golpe seco. Sale cien veces al escritorio de Nadia para averiguar si ella llamó, aunque sabe que no lo hizo porque la secretaria le hubiera avisado al instante. Ya no se atreve a preguntarle a Marcela, por temor a que lo mande derechito al infierno.

–Pará quieto, Diego. En serio me tenés mareada –lo reta la mujer, que ya ha recorrido todas las instalaciones de La Naviera con cualquier excusa, por no ver su desesperación que la conmueve.

–No puedo, Marcela. ¿Qué hago?

–Calmarte. Como quiera que sea, vos te lo buscaste. Bancátela nomás.

–Ajá. Yo sé. Por eso que lo quiero solucionar. Pero aquí encerrado no puedo. Tengo que ir a buscarla. De veras no puedo más.

–Lo que no podés es ir a armar quilombo en su trabajo. ¡Entendelo!

Él lo entiende. Todo lo que le digan lo entiende. Y está haciendo un terrible esfuerzo, desde primera hora de la mañana, por mantenerse ocupado y no correr en su busca. Marcela no le puede pedir más.

Pero a la hora del almuerzo, cuando la asistente va a reunirse con Luisa para comer con ella, como hace casi todos los días, Diego, que ya no soporta por más tiempo el encierro ni la espera, sale para la casa de Marina; dispuesto a esperarla hasta que regrese; aunque se demore horas en volver. La espera sentado en su camioneta, viendo pasar un auto tras otro, con resignación, hasta que ve aparecer el de Marina. Aguarda un rato más a que estacione en la entrada del garaje y se dirija a la casa. Entonces sale a su encuentro cortándole el paso.

–¿Qué hacés acá? –pregunta ella enojada, sin mirarlo de frente, sacándose los anteojos de sol antes de abrir la puerta.

–Tenemos que hablar –replica Diego con un hilo de voz, en contraste con la energía que la mujer le pone a la suya.

–Vos y yo no tenemos nada que hablar. ¡Andáte! ¡Desaparecé por donde viniste! –parada en medio de la sala, hasta donde él la ha seguido, lo mira a los ojos sin importarle que los vea irritados, porque se pasa llorando gran parte del día... y de la noche.

–Mi amor, esto es un malentendido. Yo...

–¡No me digas mi amor! –grita, llorando de nuevo–. ¡Yo no soy nada tuyo! ¿Me oís? ¡Ni tu amor ni tu nada!

–Por Dios, te lo ruego. Déjame hablar. Déjame explicarte.

–No quiero oír nada tuyo. No creo nada tuyo. ¡Andáte! ¡Salí de mi vida para siempre! ¡No quiero verte más!

–Marina... –Diego intenta tomarla por los brazos, pero ella lo rechaza–. Escúchame, por una sola vez.

–¡No me toqués! ¡Me das asco! –clama, con los puños en alto, como si fuera a golpearle el pecho. Sabe que jamás se atreverá a tocarlo de ese modo y eso la pone más furiosa; alterada al comprender que no puede rozar siquiera, ese cuerpo que ama con locura, si no es para acariciarlo–. ¡Salí de acá!

–¡Deja de llorar, por Dios! Me estás matando.

–¡Ah, bueno! Pero qué zarpado que sos, ¿no? –ironiza lastimada–. ¿Yo te estoy matando? ¿Y qué fue lo que vos me hiciste a mí?

–No pasó nada... Mi amor...

–¡Andáte! ¡Dejáme sola! ¡No quiero saber que existís!

–Está bien. Yo me voy a marchar ahorita, pero nada más para que dejes de llorar. Hablamos más tarde.

La Peor de Mis LocurasWhere stories live. Discover now