A Marina le da lo mismo quien lo haga. Necesita un brazo del que asirse y se aferra al que le ofrece el abuelo, sonriendo a su padre medio asustada.
Camina erguida hasta alcanzar los primeros peldaños de la escalinata, ansiando que esos pocos pasos atemperen la conmoción que acaba de sufrir. Sonríe a su mamá, que la mira llorosa todavía, en tanto que las chicas, felices y alborotadas, se ordenan en línea a su derecha, al tiempo que los muchachos lo hacen a la izquierda. Marcela y Nicolás cierran la fila de parejas, en la puerta ya de la Catedral de Santa Marta, donde –no sabe como lo hizo– ya está su papá esperándola para tomar el relevo a don Sebastián.
–No se imagina cuanto le agradezco su regalo, abuelo.
–Es con todo el gusto. Y supremamente agradecido de que estés acá.
–Por mi mamá... y también por mí.
–Yo sé que aunque tú no lo hayas pedido nunca y hubieras aceptado los hechos así nomás, este también es tu deseo.
–Sí, señor –acepta, esquivando sus ojos–. Pero ¿cómo...?
–Del como hablaremos en otro momento.
–Nuevamente, gracias.
–Ahora ve. Mi nieto ya sufrió bastante la espera –bromea–. En una de estas corre a buscarte o se nos muere de la inquietud.
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Con el corazón saltándole en el pecho, mira el interior de la basílica. Los invitados se agrupan en los bancos y en los pasillos laterales. El central –al final del cual puede ver el altar principal tenuemente iluminado– se encuentra despejado; engalanado con flores blancas y guirnaldas de seda del mismo color, que impiden el paso por aquel lado en las dos hileras de bancos. Desde la puerta, mientras su papá se acomoda a su derecha y le ofrece su brazo, los ojos de Marina se encuentran con los de Diego y se estremece por dentro y por fuera.
–Calmáte, chiquilina –le habla su padre al advertir su agitación.
–Me voy a desmayar, papá.
–Hacélo cuando Diego te pueda contener –bromea–. Apiadate de tu viejo.
En ese momento el templo se llena con los acordes suaves de una balada. No es ninguna versión de ninguna "Marcha Nupcial", como cabría esperar; ni siquiera un himno que se le parezca. Pero es la melodía que Diego lleva días tarareando y que a ella no le dice nada... todavía.
En el altar principal del templo, Diego, al lado de su madre y madrina, no ha parado de moverse desde que llegaron unos minutos antes. Doña Eugenia, complaciente, lo mima tratando de calmarlo.
–Ve cómo estás de inquieto –sonríe, acomodándole, por enésima vez, la seda en el bolsillo superior de su chaqué–. Sosiégate, mi amor, o Marina va a encontrar acá un manojo de nervios y más nada.