El apartamento privado de la Nana está dentro de La Casona, justo al lado de la inmensa cocina. Aunque cuenta con una entrada principal desde el jardín trasero, frente a la pileta, Dolores quiso que se abriera una puerta que lo comunicara directamente con lo que ella considera su territorio, eso es; la misma cocina. Es un apartamento chiquito de un solo ambiente, baño privado y una pequeña sala en la que pasa su tiempo libre descansando o, como hace en este momento, tomando un tinto con su señora, mientras charlan sobre las cosas de la casa o los últimos acontecimientos que se produjeron en la familia. Don Sebastián también se complace en unirse a sus tertulias, si no tiene nada urgente entre manos o su amigo Enrique y el padre Rafael no pasaron a buscarlo para acercarse juntos hasta el club o dar un paseo por la bahía.
Hoy es precisamente uno de esos días en los que se reúnen los tres, don Sebastián, doña Eugenia y la Nana Dolores, para tomar un café en la sala. No esperan visita, aunque al rato pasa a saludarlos el joven Raúl, de salida para su trabajo de tarde en la Naviera.
Raúl es un muchacho cariñoso y alegre, que enseguida se hace querer por quien lo conoce. Sabe ganarse la confianza de la gente con tan solo mostrar una de sus enigmáticas y graciosas sonrisas. No obstante, al contrario que sus primos y su hermano, él es poco hablador y algo introvertido; reservado y bastante discreto en lo que se refiere a sus cosas y las de su familia, pero sobre todo, prefiere pecar de huraño cuando piensa que una palabra suya puede causar daño a otras personas. En cualquier caso, a pesar de su timidez, es con su abuela y la Nana con quienes acostumbra a descolgarse un poco, motivo por el cual doña Eugenia, que anda preocupada por ellos, se atreve a preguntarle.
–Ajá, niño, entonces, ¿cómo es que van tus cosas? –inquiere Eugenia, dejándose abrazar–. Ya hace tiempo que no vienes a saludarnos por acá y nada nos cuentas.
–Bien, abuela –replica el muchacho, yendo a sentarse en la silla libre frente al abuelo Sebastián–. Todo va perfecto.
–Fíjate que yo no te veo tan bien como dices –insiste la mujer–. Andas como medio preocupado. ¿No será que estas emproblemado con algo? ¿Te podemos ayudar nosotros?
–No, abuela. Te digo que estoy bien.
–¿Y tu mamá también?
Las preguntas directas de la abuela nunca sorprende a Raúl. Sabe que ella no es de las que pierden el tiempo dando rodeas cuando le interesa saber de algo o de alguien. Eso es lo que hace con todos: ir abiertamente al fondo del asunto y a nadie le molesta. Sin embargo, Raúl aprendió hace tiempo a sortear sus pesquisas sin poner a aprietos a los demás. Por eso es que ahora le sonríe y se hace el desentendido.
–¿Mi mamá? No sé a qué te refieres –toma su mano sobre la mesa para no contrariarla–. ¿Y por qué la pregunta?
–Sencillo, mijo. Pregunto por ella porque estoy preocupara.
–Pero preocupada por qué. Si nosotros estamos acá, como siempre. Nos tienes bien controlados –bromea.
–No es nada más por ustedes que me preocupo –Eugenia sonríe ante la ironía del muchacho–. Obviamente, sé bien que sois buenos chicos tanto Héctor como tú. Y siempre que me permitan verlos cada día, no hay complique con eso. Pero desde que tu papá viajó a Campeche, va ya para tres semanas, Alejandra no se acerca a visitarnos tanto como debiera.
–Pues estará ocupada con sus vainas. No sé.
–Yo me imagino –sonríe irónica ella ahora–, cuantas vainas tendrá que arreglar desde que no está aquí tu papá. ¿Verdad?
–Estando ella sola, supongo que sí.
–Pero por más ocupada que esté, Aleja siempre sacó un ratitico todos los días y se pasó por la casa, aunque solo fuera a hacernos la visita –recalca con intención–. Hoy es el día que hace una semana que no la vemos ni sabemos nada de ella. ¿Será que le sucedió algo? ¿Tiene alguna cosa que reclamarnos? Porque si es así, con más veras tendría que venir a hablarlo con nosotros.
