7. Sierra de Los Padres

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Sin más comentarios, Marina enfila, a gran velocidad, la ruta 226 que los lleva directos a Sierra de los Padres. Maneja con seguridad y destreza, pero Diego la mira con recelo, si bien se guarda de dar su opinión. A él también le gusta correr a bordo de un buen carro en una ruta bien nivelada, aunque, sin poner objeciones a la ruta, él está acostumbrado a los autos grandes y potentes y, definitivamente, aquel en el que ahora va sentado no resulta de su entera confianza. Ni siquiera se atreve a decirse a sí mismo que quien le inspira desconfianza es ella. Mejor no pensar en ello y que Diosito haga lo que quiera con su vida. Pero si tiene que morir, qué bueno poder hacerlo con semejante mujer al lado.

Ya próximos al desvío que han de tomar para salir de la ruta, Marina rompe el silencio que mantienen desde hace rato, observando.

–Te quedaste callado.

–Ajá –dice, sin mirarla, como si fuera estuviera absorto en el paisaje.

–¿Te sentís mal?

–No, para nada –replica al instante con una sonrisa, temiendo que se haya molestado por su breve respuesta–. Estoy perfecto.

–Te incomodó entonces mi invitación a salir. ¿Es eso?

–¡Qué va! Me siento encantado de estar aquí.

–¿Entonces?

–Me estaba preguntando, dónde es que has estado metida.

–¿Cómo?

–Hace como seis años que vivo en esta ciudad y nunca antes nos habíamos cruzado –le explica, tratando de aclarar la pregunta que se hace a sí mismo–. No entiendo cómo, siendo que nuestros trabajos tienen una conexión tan estrecha, no nos conocimos antes. Me parece, cuanto menos, extraño.

–¿Te parece? –alega ella, sonriendo irónica, por no entrar en detalles que no vienen al caso–. No hay nada extraño en eso. Yo nací en Mar del Plata, pero mis papás me criaron en Pinamar. ¿Lo conocés?

–Claro. Un lugar espectacular.

–Regresé a la ciudad para mi ingreso en la facultad y al poco de recibirme conseguí mi primer trabajo en Buenos Aires –continúa, sin dejar de mirar la carretera; tomando, con calma y acierto, el camino que los lleva al restaurante que ella parece conocer a la perfección–. Allá estuve dos años. Pero extrañaba a mis afectos y volví. Más tarde me reclamarme de nuevo en capital y ahí me animé a independizarme. Hace apenas un año regresé definitivamente. La Marina Mercante es mi medio, pero prefiero laburar acá.

–Es raro que no nos hayamos encontrado nunca. Ya no por motivos de trabajo, sino en cualquier otro lugar.

–Ya sé que vos sos amante de la joda –ríe, consciente de que lo va a desconcentrar con su comentario– Yo soy bastante caserita, ¿viste?

–¿Cómo así que sabes? ¿Averiguaste por mí?

–Sí.

–¿Sí?

–Y sí. ¿Qué te sorprende tanto?

Obvio que está sorprendido, azorado incluso. Más porque ella sea tan condenadamente sincera y directa, que porque haya estado husmeando en su vida privada. Cierto que no es la primera mujer en Mar del Plata que investiga sus orígenes y quiere conocer sus pasos. Nadia, su secretaria, le informa a menudo sobre damas que se comunican al despacho preguntando por él, y sonríe irónica cuando le pide, nunca le ordena, que les responda que no sabe de su existencia. Pero esta dama, Marina, ni siquiera esconde su proceder.

–Nada –replica al rato riendo–. No me sorprende nada. O tal vez sí. No sé. Me dejaste noqueado.

Llegando a destino, Marina estaciona el auto frente a una preciosa casa de dos alturas, con grandes cristaleras, que se ve sola en medio de la explanada. Tras la edificación da comienzo una zona boscosa que, supone Diego, rodea la Laguna de los Padres.

La Peor de Mis LocurasWhere stories live. Discover now