83. Un divorcio inesperado

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Los miembros de los Álvarez de Arauca que se quedaron a pasar la noche en La Casona, asoman por el comedor familiar para tomar el desayuno, rayando el medio día.

Juana anda trasteando con la vajilla sobre la mesa, cuando ve aparecer a don Ramiro seguido del joven David, ambos con caras de haber descansado poco y mal. La mujer se sonríe, rezongando para sí con su cantaleta particular, lo complicado que será su día si tiene que atender los guayabos de aquellos dos y del abuelo. Porque seguramente el viejo, que no se pierde una sea por el motivo que sea, también tomó con ellos hasta la madrugada. Si incluso la Nana debió darle al trago en tan buena compañía. Por eso fue que la mandó a callar cuando apareció por la cocina unas horas antes, quejándose del tremendo dolor de cabeza que traía, Y claro, ella tuvo que abandonar el corrido que entonaba, con lo bien que lo estaba cantando y lo afinada que tenía la voz.

Don Ramiro le da los buenos días, que para ella ya son tardes, y se dirige a ocupar su lugar en la mesa, sin reparar en que su hijo lo sigue a unos pasos.

–¿Qué hubo, papá? –lo saluda David con voz queda, llevándose la mano a la sien, donde él también está sintiendo los estragos del alcohol tomado en la noche–. ¿Cómo amaneciste?

–¿Qué más, hijo? –replica el hombre, volviéndose a mirarlo con los ojos entrecerrados–. No sé. ¿Tú descansaste al fin?

–Algo dormí, pero descansar no pude.

–Tampoco yo –acepta el padre–. Debe de ser la causa del terrible dolor de cabeza que traigo. Ni con la ducha logré despejar este guayabo.

–En esas estamos todos –gruñe el abuelo en tono de broma, llegando a ellos desde la cocina –. A mis años uno ya no puede con estos excesos.

–¡Ay, abuelo! Si te ves mejor que mi papá –lo anima el nieto riendo–. Fíjate en qué estado quedamos los más jóvenes.

–Estaba pensando, David –observa don Ramiro, como si se le acabara de ocurrir cuando lo cierto es que estuvo dándole vueltas parte de la noche que no pudo dormir–. Si necesitas quedarte acá por un tiempo... Tú sabes, mientras solucionas lo de tu divorcio, házmelo saber.

–No, no voy a quedarme acá.

–No seas terco, mijo. Vas a precisar que te demos una mano con este complique que se te vino encima.

–Dije que no, papá. Fresco.

–Yo veo como hago –insiste el hombre–. Sergio puede ocupar tu lugar en Campeche, mientras que solucionas tus cosas acá.

–¡Qué va, hombre! –exclama, llevándose la mano a la cabeza para mitigar el dolor que le produjo su propio grito–. Primero que todo, Sergio está haciendo un trabajo excelente en Santa Marta. No lo vamos a trastear ahora a un lugar desconocido para él.

–Podría servirle de experiencia –participa el abuelo, por lo que David entiende que ellos dos ya han comentado el asunto, no sabe cuándo ni quiere saberlo tampoco–. En realidad sería una muy buena experiencia para él.

Los tres hombres conversan en un aparte, parados al lado de la mesa, sin haberse percatado de que los muchachos han ido llegando en silencio y escuchan agrupados en la puerta.

–Ya dije que no, abuelo –se niega de nuevo David, seguro de su decisión y ajeno al daño que sus palabras pueden causarle a sus hijos–. No quiero estar acá en ningún momento. Creo que ya tuve suficiente.

–Pero mijo...

–Te repito que no, papá. Serán nuestros abogados quienes se ocupen de gestionar todo relacionado con el divorcio. Yo me limitaré a firmar donde ellos me indiquen y más nada.

La Peor de Mis LocurasWhere stories live. Discover now