119. Hay que saber perder

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Javier ha salido a patear las calles, por enésima vez desde que llegaron a Monterrey, recorriendo los alrededores de la urbanización en la que residen los abuelos de Sofía. Lo hace con intención de verla; encontrarla aunque sea al paso, porque la realidad es que no se ha atrevido a regresar a la casa desde que fracasó su reconquista con la accidentada serenata. En ese momento, cuando se encuentra a unos pasos de la casa de los Maldonado, con los ánimos bastante abatidos, recibe la llamada de Diego desde Santa Marta. Escuchar la voz amada y siempre amable de su tío, le produce esa sensación de bienestar familiar que tanto está necesitando.

–¿Qué más, mijo? ¿Cómo te fue? –pregunta Diego animoso, sabiendo de antemano como se está sintiendo su muchacho.

–Mal tío. Todo mal –replica Javier con voz cansada, mientras se dirige al carro parqueado en la acera, donde esperan los dos guardaespaldas–. Mejor dicho: no me pudo ir peor.

–Cuéntame qué pasó –Diego lo anima a que se desahogue–. ¿No pudiste encontrar a la pelada?

–Fíjate que sí. Encontrarla sí la encontré. El problema es que ella no me dejo hablar. No pude explicarle cómo fueron las cosas y ya no sé qué hacer.

–Pero tú no vas a desistir, ¿oíste?

–¡No, eso no! Solo es que no sé como tengo que seguir con esta vaina. ¿Qué es lo que viene ahora, tío?

–Pues... no sé qué decirte.

–Alguna cosa se podrá hacer, ¿ajá?

–Seguramente sí –Diego traga saliva, buscando ánimos para decirle lo que viene a continuación, sin que Javier ponga el grito en el cielo–. Solamente que eso va a tener que ser más adelante.

–¿Cómo así?

–Pues que yo ahora tengo una mala noticia que darte.

–¿Qué cosa?

A través del teléfono Diego siente el desaliento en la voz de su sobrino. Aunque le entristece tener que hacerlo, sabe que es el momento de seguir el plan trazado con Lidia y no se va a detener. Respira profundo y le dice:

–Préstame atención, mijo. Yo lamento mucho esto, pero tengo que pedirte que me hagas un favor urgente y para eso tienes que dejar la búsqueda de Sofía, por el momento.

–¡No, pues que mamera! ¿Precisamente ahora que la encontré? –Javier no quisiera tener que seguir escuchando a su tío, aunque sabe que, cualquier cosa que le pida que haga, se convierte en prioritario para él.

–Yo sé que con esto te complico todo, pero es sumamente importante para mí. Es necesario para la empresa, y para la familia, que nos hagas este favor.

–Está bien, tío, tienes razón; lo mío puede esperar –responde desalentado, deseando que a su tío no le llegue el pesar que siente, para no defraudar su confianza–. Dime pues, qué tengo que hacer.

–¡Ese es mi muchacho! Yo sabía que podía confiar en ti –exclama, sintiendo su desazón como propia, aunque se regocija pensando en que todo salga bien y él pueda ser feliz al final de la mentira–. Entonces, vas a tener que viajar en este momento a Campeche, ¿me oíste, mijo?

–¿De vuelta?

–Déjame y te explico. Tienes que regresar y te vas para la casa de los Muir. ¿Los recuerdas? La pareja que estuvo acá con nosotros por...

–Sí, sí. Claro que los recuerdo. Muy agradables me parecieron los dos. ¿Qué tengo que hacer con ellos?

–Pues es que, cuando se fueron de acá, se llevaron unos documentos importantes para los negocios que tenemos con sus empresas. Recién me llamó Jorge, preocupado porque no sabe cómo me los puede hacer llegar con total seguridad. Nada más se me ocurrió que tú podrías pasarte a buscarlos.

La Peor de Mis LocurasWhere stories live. Discover now