97. Se me hizo tarde la vida

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SANTA MARTA

Doña Eugenia Montalbán

Con la excusa de celebrar un almuerzo de despedida para Javier, que se empeñó en viajar a la Argentina solo, doña Eugenia ha reunido a la familia en el almuerzo, buscando que entre todos logren hacerlo desistir de semejante locura. El muchacho ya empacó sus cosas en dos maletas y se ve feliz, de modo que, si no triunfa su estrategia, mañana en la mañana volará a Buenos Aires y de ahí a Mar del Plata, para reunirse con su mamá y con sus tíos. Es evidente que la abuela desearía poder mantenerlos a su lado como antaño, sin embargo, comprende que eso ya es imposible.

En sus días de nostalgia se pregunta cuándo y cómo fue que crecieron.
No le preocupa saber cuándo envejeció ella, sino en qué momento sus retoños dejaron de necesitarla como mamá y como abuela. ¡Pero qué locura! Si todavía puede recordar, como si fuera ayer, los días en que sus hijos eran unos peladitos, protegidos bajo sus alas. La Nana Dolores cuidando de ellos como si los hubiera parido, consintiéndolos más que una madre. Las travesuras de Diego y Daniel, seguidos de cerca por David, que casi siempre se negaba a participar en sus diabluras y al final era el que mejor lo pasaba con las picardías de sus hermanos. Y Rosalía, interviniendo en sus juegos de niños desde su papel de dama, siempre juiciosa y considerada como una mujercita; viendo que no se lastimaran con sus burradas y repartiendo algún pescozón cuando no lograba hacerse obedecer. Tan unidos los cuatro como ella quisiera tenerlos ahora.

¿Y sus nietos? ¿Cuándo fue que crecieron sus bichitos? Si ayer todavía jugaban en el arenero del jardín, riendo como locos o peleando los unos con los otros por cualquier bobería. Pero eso sí, invariablemente dispuestos a dar la batalla juntos, contra cualquiera que quisiera intervenir en el cerrado grupo que formaban y no fuera de su agrado. Como hicieron con aquellas dos nanas inglesas, que la altanera de Fernanda se empeñó en contratar para que educaran a las niñas. Valentina no las soportaba y los demás, como una piña, se pusieron de su lado hasta que lograron deshacerse de ellas. Sin embargo, no fue solamente por Valentina que botaron de la casa a las urracas – calificativo con el que las bautizó Juana y los chicos patentaron–, sino también por su Nana Dolores, a la que vieron cabizbaja y triste desde que aquellos dos personajes grotescos pusieron sus pies en La Casona. Fernanda, como era de esperar, tuvo uno de sus muchos berrinches, pero de nada le sirvió frente al motín de los pelados, de modo que no le quedó más que aguantarse su mal genio y dejarlos tranquilos.

Doña Eugenia se siente satisfecha de haber formado una familia como la suya, unida en las buenas y en las malas. Aunque en verdad hubiera querido mantenerlos siempre niños a todos. Pero esa es una de las cosas que no permite la ley de la vida y así tiene que aceptarlo. No obstante, mientras esté en su mano, ella va a hacer hasta lo imposible por protegerlos; como ahora pretende hacer con Javier, tratando de evitar que viaje solo rumbo a un país desconocido, así sea que allá vaya a encontrarse con parte de la familia. Sobre todo le preocupaba que este viaje sea el punto de partida de esa otra aventura, sin duda más peligrosa, que se ha propuesto emprender, buscando a la joven de la que dice estar enamorado, atravesando otro país en el cual sí se va a encontrar completamente solo.

En la sala están disfrutando de la sobremesa, don Sebastián, don Ramiro, Adela e Irene. Héctor, Raúl y sus respectivas novias, Ana María e Isabel. La Nana, siempre presente en los momentos importantes de la familia Álvarez de Arauca. Si Dios no lo remedia, este es el último día que Javier pasa en Santa Marta antes de partir para la Argentina, parada previa a su viaje en busca de Sofía. La verdad es que él está feliz y los demás parecen compartir su dicha. En cualquier caso, doña Eugenia se siente viva y todavía no quiere dar la batalla por perdida. No quiere que su nieto más pequeño viaje solo, por más que los demás estén de acuerdo en que lo haga. Pero ¿cómo se les pudo ocurrir semejante locura? Y ¿por qué su mamá le dio permiso? ¡Muchacha imprudente! No se dan cuenta, pero viene a ser lo mismo que si permitieran a Adela, la más pequeña de sus nietas, realizar un viaje tan largo sin la compañía ni el apoyo de otro miembro adulto de la familia. ¿Cómo es que no recuerdan que, hace apenas nada, Rosalía e Irene se paseaban arriba y abajo con sus barrigotas, a unas días de que ellos nacieran? 

La Peor de Mis LocurasWhere stories live. Discover now