60. Más que amigos, confidentes

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Rosalía sube apresurada la escalera hasta el dormitorio de su hermano. La puerta está cerrada y ya no se escucha ruido alguno que venga del interior. Por un momento piensa que el hombre, desahogada su furia, está recapacitando y necesita estar solo, pero también puede haberse lastimado y precisar de su ayuda. Se detiene un momento con la idea de entrar sin llamar, sin embargo, en el último instante toca con los nudillos y él responde enseguida.

–¡Déjenme! –grita desde dentro, con la voz quebrada por el llanto–. ¡No quiero ver a nadie!

–Voy a entrar, Diego. Necesito saber que estás bien.

Él no responde, por lo que ella toma su silencio como una aprobación y abre la puerta. El desorden que encuentra en la habitación, con el piso cubierto de objetos rotos tras el arrebato encolerizado de Diego, le causa terror. Aunque para nada le preocupa el daño material si él está bien. Pero lo ve allá sentado, encogido sobre sí mismo, en un rincón del cuarto; abrazado a sus piernas, llorando desconsolado, y se siente morir. Debe ayudarlo a él. Lo demás que le ocurra al mundo no le importa en absoluto.

Diego tiene sobre las rodillas la nota que Marina le dejó, que nadie más que él ha podido leer. Como un autómata, mueve la cabeza lentamente, arriba y abajo, una y otra vez; con la mirada perdida en el papel, sin ver realmente nada. Las lágrimas le escuecen por dentro y por fuera, pero él las deja correr sin prestarles atención.

–¿Por qué, Rosalía? –pregunta sin mirarla–. Dime por qué, ¿tú sabes? ¿Por qué me dejó solo? ¿Por qué me abandonó? –clama, absorto en el papel, que en algún momento fue blanco y ahora se está sucio y emborronado, por las muchas veces que lo arrugó y lo planchó entre sus manos. Sin dejar de mirarlo, como si allá estuviera la clave de su desgracia–. ¿Qué me hizo?

–Ven acá, mi amor –Rosalía le tiende la mano–. Párete de ahí y vamos a hablar. A los dos nos está haciendo falta.

–¿Por qué se fue? –pregunta de nuevo, angustiado, dejándose ayudar por su hermana–. ¿Tú entiendes qué paso? ¿Será porque no me ama como decía? ¿Por qué me quiere matar?

Con gran esfuerzo, como si le pesara más su culpa que su cuerpo, se levanta y abraza a la mujer, que lo consiente solícita, secándole las lágrimas con el corazón roto. Lo ve tan desprotegido, tan inseguro e indefenso como cuando era un niño. Le parte el alma ver a aquel hombre, grande y poderoso, destruido por la celada que le tendió su hija.

–No hables así mi cielo. No digas eso.

–Eso fue lo que hizo conmigo. ¡Me mató! ¿No ves?

–Nada más lejos de su intención. Yo te lo aseguro.

–¿Qué fue entonces?

–Marina nunca quiso lastimarte. Se fue, pero para que no la puedan lastimar más a ella.

–No sé qué pasó, ni sé qué hice –se queja, dejándose llevar hasta la cama, donde Rosalía lo acomoda antes de sentarse a su lado–. ¿Qué pasó, hermana? ¿Qué fue lo que pasó? ¿En qué fallé?

Mientras él habla, la mujer levanta el teléfono y se comunica con su Nana por la línea interior. Le pide que prepare una de sus infusiones tranquilizantes y se la suba, pero Dolores se adelantó a su orden y mandó a Juana con el pedido.

–Fresco, mi amor. Primero que todo tienes que serenarte, para que puedas ver las cosas con mayor claridad.

–¿Qué más tengo que ver? ¡No existe nada más claro que esto! –le muestra la nota en su mano, como si la mujer no hubiera reparado en ella.

–Ese es un complique bien grave, sí –acepta ella, encerrando las manos de su hermano entre las suyas, transmitiéndole su calor y su apoyo–. Pero has de saber que este ya no es un problema solamente tuyo. Esto se complicó para toda la familia, ¿oíste?

La Peor de Mis LocurasWhere stories live. Discover now