Desde su llegada a Colombia, cuatro días antes, Marina se ha visto obligada a guardar reposo. Pareciera que la familia se hubiera puesto de acuerdo en qué es lo que realmente necesita y están todos pendientes de que no haga otra cosa, mientras ellos se ocupan de todo.
En las mañanas don Ramiro, Sergio y Daniel salen para la Naviera; más tarde los suele seguir Diego, acompañado por don Ernesto y el tío Facundo. Doña Eugenia, Rosalía e Irene, andan ocupadas con los preparativos del matrimonio, en los que apenas permiten participar a la novia. El abuelo Sebastián y el joven Eduardo se pasan en día en la ciudad, gestionando asuntos supremamente importantes, según le hicieron saber sin aclararle más. Su mamá, la tía Cecilia, Sara y Nadia, han hecho camarilla con la Nana Dolores y tampoco dejan que les dé una mano en nada. Así las cosas, Andrea y Marina no tienen otro quehacer que pasar sus muchas horas libres juntas; hablando de bebés y embarazos; dando una cátedra sobre la materia a la pobre Adela que, aburrida de que tampoco le permitan hacer nada, se les une en el jardín. Claro que, cuando mejor lo pasan es viendo entrar y salir a las personas ajenas a la familia, que pululan por la casa en un evidente estado de estrés. Esto unas veces les sirve de entretenimiento y otras para comentar sobre el cercano evento.
Marina ha visto pasar un sinfín de mensajeros, trayendo cajas de todos los tamaños con los regalos que, supuestamente, ella tendría que agradecer y abrir. Pero no quiere hacerlo si no está Diego y Diego nunca está. Encargados de restaurantes ofreciendo menús exquisitos, que tampoco le permiten elegir. Floristas, decoradores, músicos. Modistas y modistos a quienes fueron encargados los vestidos de la familia –incluidos los de los jóvenes todavía ausentes–, presentando los modelos, diseñados especialmente para el evento, que ya están listos a falta de las últimas pruebas.
Recién se han sentado las tres en el jardín, buscando un poco de aire fresco bajo la acacia roja, junto a la piscina. Juana, entre distraída y ausente, les sirve unos pasabocas antes del almuerzo.
–¿Vos decís que no están exagerando un poco? –se queja Marina, viendo a doña Eugenia, que salió con el encargado del mobiliario, decidir en qué lugar del jardín irán las carpas y el orden de las mesas según sea la afinidad de los invitados.
–¡Qué va, mija! ¿Tú cómo vas a pensar que están exagerando? –Andrea ríe, mirando a las otras dos que sí saben de qué habla–. Mejor dicho. Todavía no viste nada. Espera y verás, dos días antes del matrimonio, lo que es exagerar por todo lo alto. Ahí cuando comiencen a llegar todos estos con el trasteo; mesas, sillas, flores y vajillas. Entonces sí vas a pensar que exageran.
–Como dicen ustedes –sonríe contenida–. Me provoca secuestrar a Diego y casarnos los dos solos en el civil.
–¡Hazlo! –la incita Adela jocosa–. Haz una cosa así y verás como mi abuela te corre a chancletazos de Colombia.
–No digas eso, niña –interviene Juana, de regreso a sus quehaceres antes de que alguna le riña–. Pero, de que la corre, la corre.
–No friegues, Adela, que vas a asustar a Marina y saldrá corriendo ella sola sin necesidad de chancleta. Nos vamos a quedar viendo un chispero, sin boda ni más nada.
–No me pongas cuidado –replica la muchacha–. Piensa que este es como cualquier otro evento celebrado en La Casona Álvarez de Arauca, solo que multiplicado por diez.
–Y sí. Me di cuenta.
–Puedes estar contenta de que no tengamos demasiados invitados.
–¿A vos te parece? ¿Más de trescientos invitados no son demasiados?
–¡Casi cuatrocientos, mejor dicho! –recalca Adela, riendo.
–Y tal vez a ti te parecen muchos –interviene Andrea–, pero no para un evento tan importante como es este. Creo que Eugenia pensó en nosotras y no nos quiso fatigar.