Lidia y Daniel han salido al jardín. Huyen de los invitados que, sin la menor duda, van a estar pendientes de lo que entre ellos dos suceda esta noche. Ya Andrea informó a su esposo de los chismes que corrieron por la ciudad durante su nombrada aventura extramarital, por lo que puede imaginar perfectamente que aquella gente se ha quedado tan boquiabierta como él mismo, cuando vio aparecer a su ex amante en la fiesta.
Incluso para Jorge parece haber sido una sorpresa descubrir que se conocían. Pero eso verá como lo arregla más tarde con Muir. Ahora lo único que debe importarle es solucionar su problema con la que ha sido una de sus amigas más queridas en Campeche, de la que incluso creyó poderse enamorar algún día. No puede dejar las cosas como están porque, eso sí, no se lo perdonaría nunca.
Lidia ha caminado a su lado, en silencio, hasta encontrar un lugar junto a la alberca, lo suficientemente íntimo como para que puedan levantar la voz sin llamar demasiado la atención de las pocas personas que se mueven cerca de ellos.
–¿Cómo has estado? –pregunta Daniel, un tanto cohibido todavía; esperando la reacción alterada de Lidia que no se hace esperar.
–Perfecta –replica la mujer, mirándole a los ojos, altiva. Y no se pararía en barras si no fuera porque vino con Jorge y a él no quiere ponerlo en evidencia delante de aquella gente, como desearía hacer con Daniel–. Creo que me siento mucho mejor de lo que podría haber imaginado.
–¡Pues qué bueno! Eso me pone feliz –ironiza él, arrepintiéndose al instante. Si le sigue el juego, únicamente logrará enojarla más.
–¿Tengo que agradecerte?
–No deberíamos hablar de esto con dos piedras en la mano. ¿Verdad?
–¿Y qué te hace pensar que estoy con dos piedras en la mano?
–Porque lo estás. Te conozco bien.
–¿Tanto así crees que me conoces?
–Tanto como tú me dejaste ver. Sé que estas furiosa conmigo.
–¿Y qué esperabas? –en ese momento le hubiera gustado gritarle en la cara todo lo que se estuvo guardando. Pero se contiene, porque entendió que no merece la pena darle ese gusto después de haberlo visto tan dichoso al lado de su esposa–. ¿Tendría que estar llorando por los rincones?
–Qué pena contigo, Lidia. Discúlpame –dice, realmente avergonzado, consciente de que no está haciendo las cosas bien con ella–. Tienes razón al estar así. Yo sé que me porté como un guache.
–¡Claro que tengo razón y por supuesto que eres un guache! Pero... ¿discúlpame, Daniel? ¿Eso es todo lo que tienes que decirme? ¿Con una disculpa piensas que voy a olvidar?
–Por favor, hablemos como adultos –le ruega apenado. No puede tomar su misma postura, en principio porque no es él el ofendido, y para no terminar mal con ella; lo último que quiere que pase–. No ganamos nada con agredirnos.
–¿Acaso es de adultos lo que me hiciste? ¿No fue eso también una agresión? Ni siquiera tuviste el coraje de decírmelo de frente, en mi cara.
–Te ruego que no te pongas así –a Daniel le gustaría poder contenerla, decirle que lo siente, demostrarle que es sincero, cobijarla en sus brazos. Pero sabe que esto también la enojaría más–. Yo pensaba hablarte mañana para que nos reuniéramos en algún lugar.
–¡Qué bonita excusa! –dice ella hiriente–. Y muy casual, ¿no te parece?
–De veras...
–¿Mañana? ¡Bueno! ¡De veras, tú si eres cínico!
–La casualidad fue que llamaras a Colombia, preciso cuando Andrea y yo nos habíamos reconciliado. No podía seguir fingiendo hasta que regresara para contarte. ¿Qué sentido tenía engañarte?
