62. CAMPECHE

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Lidia está sola en su despacho. Ha terminado de revisar el trabajo del día y, como siempre que su mente se encuentra ociosa, se acuerda de Daniel. No ha vuelto a saber de él desde que la llamó, dos días después de su partida a Colombia, para decirle que la extrañaba. No entiende qué puede haber pasado para que no haya vuelto a comunicarse. Piensa que ha de estar muy ocupado con los cambios que, según le comentó, se van a llevar a cabo en la empresa y, sobre todo, con los preparativos del aniversario de su abuelo. Por eso ella tampoco ha querido importunarlo. Hasta hoy, que tras luchar contra su siempre despierto sentido común y perder la batalla, ha seguido el camino que le dictaba su conciencia y ha marcado su número en el celular, si no más que para saber cómo está. Atenta a los tonos espaciados que marcan la llamada de larga distancia, la ansiedad le late en la garganta, anhelante por oír su voz una vez más; por volver a sentir ese cosquilleo que le recorre el cuerpo, tan solo de saberlo pendiente de ella. Sin embargo, como si de un castigo divino se tratara, por no prestar atención a su parte sensata, es Andrea quien atiende la llamada y un abismo se abre bajo sus pies al escucharla. Si no se equivocó al marcar. Si marcó el celular de Daniel, ya que el número de ella ni siquiera lo tiene en la agenda... ¿Cómo puede ser que responde la esposa? No entiende nada. Pero tampoco es capaz de colgar, porque necesita saber qué está pasando, por más que su voz se niegue a brotar cuando preguntan al otro lado. Y lo que más le extraña; lo que menos hubiera esperado, es que la mujer, con la que se enfrento duramente poco antes de su partida, le hable con voz suave, sin rabia e incluso con afecto. Porque Andrea sin duda sabe que es ella quien lo llama.

Y ni hablar de lo que sintió al llegarle la voz de Daniel en la distancia. Con su saludo se le olvidó que fue Andrea quien atendió el teléfono y por un instante dejó volar su imaginación, como si este hecho, por si solo, no cambiara nada en su relación. No obstante, el sueño duró únicamente eso: lo que duran esos sueños bonitos, que comienzan unos segundos antes de despertar. Enseguida volvió a la realidad, recordando quien había contestado la llamada. Aquella voz dulcificada de su mujer, pidiéndole que no cortara que se lo iba a pasar. Obviamente, Lidia tuvo que preguntarle si estaba con ella. Y Daniel entendió que su pregunta no se refería solo a aquel momento, sino que iba más allá, hacia el futuro.

Ni siquiera sintió dolor cuando él le confirmó lo que ya sospechaba. Aunque, sin querer, sus ojos se nublaron y las lágrimas rodaron por sus mejillas, mientras luchaba por esconder su angustia a través de la línea telefónica. Luego, más tarde, cuando ambos cortaron la comunicación, se vio transportada en una nube de tormenta que la llevó sin rumbo hacia un lugar al que no deseaba ir.

Cuando su asistente entra en el despacho, viéndola en tan lamentable estado, alcanzó a asustarse; presumiendo que había recibido malas noticias de su familia en Monterrey, o de algún amigo en el D. F. quizás, con los que mantenía un contacto más cercano. Pero no era así, por suerte. Ángela se calmó al ver que su dolor no llegaba a ser desesperado. Por el contrario, sus facciones, a pesar del duelo, más bien parecían relajadas; como si acabara de sacarse un gran peso de encima y lo estuviera celebrando con el llanto.

–Lidia, ¿te sientes bien? –averigua la mujer, preocupada.

–¿Cómo? –pregunta ella, saliendo del trance. Al darse cuenta de su estado responde–. Sí, estoy bien. No es nada.

–¿Alguna mala noticia?

–No... Sí... No sé –Ni ella misma entiende esa confusión que de a poco se va aclarando en su cabeza–. Pero no te apures. Yo estoy bien.

–Si tú lo dices. Yo no te veo...

–Nada más es que recibí una noticia que no esperaba.

–¿Mala?

La Peor de Mis LocurasWhere stories live. Discover now