93. Si por allá llueve...

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Doña Eugenia y la Nana están en la sala tomando el jugo que les sirvió Hortensia, mientras hablan de las últimas novedades acaecidas en la familia, más que nada de lo sucedido en Mar del Plata, entre una de sus nietas y aquel desalmado a quien no conocen pero igual aborrecen ambas. El tal señor Steiner ha de ser de muy clase, cuando por su mente perversa pasa la idea de acercarse a una peladita como Luisa, buscando vengarse de sus mayores. Pero bueno. Ojalá todo haya quedado en este episodio y no tengan que lamentar otras consecuencias más nefastas para todos. En todo caso, las dos mujeres esperan que no ocurra ningún otro infortunio que vuelva a remover sus vidas, ya de por sí bastante agitadas, y les permitan reposar un rato tranquilas. Y en eso andan pensando, cuando oyen a Juana que, desde la cocina, las llama desesperada.

–¡Ay, Virgencita del Carmen! ¡Doña Eugenia! –exclama la sirvienta a voz en grito–. ¡Nana! ¡Corran y vengan rápido! ¡Apúrense! ¡Apúrese mi doña!

–¡Pero qué locura es esta! ¿Qué le está pasando a esta mujer? –se alarma la señora, trotando apresurada hacia la cocina con Dolores siguiéndole los pasos–. En esta santa casa uno no gana para sobresaltos.

–Fresca, mija. Ya sabemos cómo es esta Juana –trata de calmarla la Nana, que corre tras ella rogando para que no sea nada; al menos ningún otro percance que revista gravedad para la familia–, que por cualquier vaina forma una bulla.

Y gracias a Dios que no es nada. Al menos no es nada malo. Mejor dicho; no tan malo como para dejar de conservar la esperanza de que nuevos aires lleguen para refrescar sus vidas.

Doña Eugenia se lleva las manos a la cabeza, suspirando aliviada, al ver que lo que está sucediendo en la cocina no parece en modo alguno trágico. Hortensia, la cocinera, está parada al lado de sus fogones con una paleta en la mano, como suelen verla a menudo. Lo único extraño es que el fuego está apagado y ella no aparta sus ojos de la pantalla del televisor, colgado a un costado de la puerta que da al jardín, que está prendido en aquel momento. La sirvienta, por su parte, da saltos sobre la banqueta en la que volvió a sentarse, a un lado de la mesa que utiliza para cortar las verduras que han de servirse en el almuerzo. La escena no se saldría de lo cotidiano si no fuera por la gritadera que tiene montada Juana, la risa nerviosa que le agarró a la cocinera y lo inquietas que se ven las dos. Por eso es que la Nana, siempre un paso por delante, se acerca a la sirvienta y le saca el cuchillo de las manos antes de que, con el entusiasmo, vaya a lastimar a alguna de ellas o a sí misma.

–¿Qué es lo que está pasando acá? –indaga Dolores, mirando a su nuera que permanece con una sonrisa alelada en la cara, como si no las hubiera visto llegar–. ¿Nos puedes contar?

–Ve eso, Nana –indica con la paleta a su suegra–. Fíjese bien, señora y digan qué les parece –pero justo en aquel instante, la imagen que mostraba el noticiero en la pantalla cambia de pronto y las recién llegadas solo pueden ver los promocionales que pasan en televisión–. Bueno pues. Pero frescas que estos en un momentico están de regreso. Ya van a ver.

–Pero ¿qué es lo que tenemos que ver? Explíquense.

No obstante, a pesar de las exigencias de la señora, no dio tiempo a que ninguna empiece siquiera a contarles que es aquello que vieron que las tiene tan emocionadas. El noticiero está de nuevo ocupando el monitor y las cuatro mujeres se fijan en él, no queriendo perderse detalle de lo que digan. A ver si de una buena vez terminan de comprender lo que está pasando.

Y acá les traemos la nota jovial del día

Escuchan decir al presentador que, con voz atiplada y medio divertida dentro de la corrección y seriedad que requiere el programa, expone la noticia. Mientras, doña Eugenia, con mucha calma, toma asiento en la silla al lado de Juana, que sigue concentrada en las imágenes que les está mostrando la pantalla.

La Peor de Mis LocurasWhere stories live. Discover now