En la tarde, tras salir de la Naviera, donde no hizo otra cosa que pensar en su espantosa desgracia refugiado en la sala de reuniones, después de haber amenazado a todos con asesinarlos en masa si se atreven a molestarlo, Diego decide llegarse hasta la casa de Marina para ver cómo sigue. Aunque la verdad es que no ha pensado en otra cosa en todo el día, sino en no darle tregua. Todavía se siente terriblemente avergonzado por lo que pasó. No obstante, está dispuesto a lo que sea para recuperarla y a eso se va a dedicar de ahora en adelante, le pese a quien le pese.
No se atreve a averiguar con Marcela. Absurdo hubiera sido preguntarle, cuando ya vio el rostro exhausto de su asistente, que pasó la noche en casa de la amiga. Si esta se ve tan mal, no quiere ni imaginar cómo va a encontrarla a ella. Pero tiene que hacerlo, sobre todo porque sabe que Marina lo está necesitando. Ambos se están necesitando. No puede ser de otra manera.
Espera localizarla en la casa y que no haya huido de nuevo. Tal vez esté acompañada de su hermano y, aunque todavía no considera el momento de arreglar las cosas con él, tampoco le importará tener que solventar el asunto con Ariel, con tal de estar por un momento al lado suyo. Sin embargo, tras Marina franquearle la entrada, se encuentra con la sorpresa de que llegaron sus padres desde Pinamar. La mamá se halla parada en medio de la sala, en guardia, como si lo hubiera estado esperando. Diego no sabe muy bien cómo debe comportarse en semejante situación, pero arrojado y dispuesto a demostrar que va a estar allí siempre, da unos pasos hacia ella.
–¿Qué más, doña María? Buenas tardes –la saluda, al tiempo que le ofrece la mano, que la mujer ignora levantando la cabeza con gesto altivo–. Es un gusto tenerla por acá.
–Buenas tardes, Diego –responde ella cortante–. Disculpe que no pueda decir lo mismo. Esperaba no tener que volver a verlo más nunca en mi vida.
–No se preocupe. Yo la entiendo. Y no saben cuánto lamento que no llegaran al compromiso –Diego, traicionado por los nervios, tarda en darse cuenta de lo improcedente de sus palabras. Sin tiempo ya de remediarlas, tiene que resistir el ataque envalentonado de la mujer.
–¡Ah, bueno! –ironiza doña María–. Fíjese que yo me alegro, pero de todo lo contrario. De no haber estado ahí, por supuesto –luego agrega, decidida a que nadie la detenga hasta que haya dicho todo lo que tiene que decir–. Y no, señor. No formule preguntas ridículas si se le ocurren, porque yo tampoco estaba enterada de que, su hija y mi hijo, se complicaron en una relación oculta. Creo que mi ignorancia se debe a que yo dejé volar a mis nenes, ahí cuando vi que podían tener una vida propia. ¿Entiende qué le digo? –lo mira un instante, por si él tuviera algo que replicar y al ver que no, agrega– Usted, Diego, tendría que hacer lo mismo con sus hijas, aunque nomás sea para no complicar su propia vida.
–Créame que la entiendo, señora –replica él, aturdido por la arenga–. El problema es que todavía no aprendí a hacerlo.
–Mamá –Marina lo mira, con el corazón arrugado, al ver como su madre lo presiona–, dejemos las cosas como están. ¿Puede ser?
–¿Y, nena? ¿Vos no decís que es bueno sacarse la mala onda? –se defiende la mujer en tono de burla–. Pues ahí está.
–Este no es el momento.
–No te preocupes, Marina –la ataja Diego apurado–. Tu mamá tiene toda la razón. Y también tiene derecho de arremeter contra mí. Yo me lo merezco.
–Más vale que tengo derecho, señor. Usted se merece esto y mucho más que yo le diga. Ni sé cómo le dio la cara para volver por acá.
–En eso si que no le puedo dar la razón, ¿vio? Pero déjeme decirle, que no solamente me va a dar la cara para volver cada día, sino también el cuerpo y el alma, porque yo no voy a perder a su hija.