133. Amenaza de lluvia

10 3 0
                                        

SANTA MARTA

En la Casona de los Álvarez de Arauca también los ánimos están más calmados. Desde que regresaron Rosalía y el abuelo con los demás, nada desagradable ha acontecido en la familia que los haya mantenido en jaque como viene pasando últimamente; por el contrario, todo fueron diligencias de unos y otros sin mayores bregas: paseos de acá para allá que, gracias a Dios, no dejaron ninguna complicación.

En este momento de la tarde, las mujeres de la casa están en la sala comentando las últimas novedades, felices de que, por una vez en tanto tiempo, no hayan tenido problemas graves que solucionar.

Rosalía viene desde la cocina, seguida por la Nana y Juana, esta última cargando la bandeja con los pasabocas y las gaseosas que les trae para tomar, como siempre, protestando.

–Niña Rosalía –rezonga siguiendo a las otras–. Yo no sé para qué estos pasabocas, si de aquí a nada vamos a tener la comida en la mesa.

–Dame acá, Juana. Y vuélvete para la cocina –la interrumpe la Nana, cansada de oír todo el día sus lamentaciones–. También yo... sí soy boba. No sé para qué te pido que hagas nada. Mejor cargo yo la bandeja y me evito toda esta cantaleta.

–Pues porque este es mi trabajo, Dolores –arguye la sirvienta, olvidando de pronto su reciente queja–. Y porque la niña Rosalía, me ordenó que les sirva el aperitivo. ¿Por qué más va a ser?

–Definitivamente, mija, no hay quien pueda contigo –concluye la anciana riendo–. Qué cosita. Ve a la cocina y le das una mano a Hortensia.

–Está bien. Voy para allá.

Deja la bandeja sobre la mesa y sale escopeteada de la sala.

Rosalía escucha la trillada discusión, tediosa por tantas veces repetida, sin ponerle atención. Lo único que desea es sentarse con su mamá y Andrea y descansar un rato del agitado día que tuvo. Por eso ni se preocupa en contestar a la sirvienta. Si no la conociera...

–¡Virgen del Carmen, que día más largo! –se queja, yendo a caer en el sillón que vio libre entre doña Eugenia y su cuñada–. Hoy sí... Hoy les juro que estoy derrotada. Tiempos hacía que no vivía con este acelere.

–Y entonces, ¿para donde es que fueron? Como no quisiste que yo te acompañara... –Le reclama Andrea, aún dolida–. Será que yo no puedo saber en qué andan.

–No, mija, que va. ¿Cómo crees que nos ibas a acompañar? Si tú con esa panza que tienes solo nos hubieras hecho estorbo –dice Rosalía, resoplando mientras se saca los zapatos y los deja a un lado–. No sabes la cantidad de vueltas que hicimos con Irene. Ni para qué te cuento.

–Ajá, yo sé. Pero que fastidio, yo todo el día acá, encerrada en la casa.

–Fresca que ya te queda bien poquito para que salga esa beba y puedas moverte otra vez con libertad.

–Si no me quejo por eso. Nada más que me hubiera gustado poder hacer las vueltas con ustedes.

–Otra vez será. Aunque, la verdad, no te lo recomiendo –bromea Rosalía–. Hubiera preferido ocupar tu lugar que andarle a la zaga a Irene. ¡Carajo, como camina esa mujer! Es tremenda, de veras. Capaz de hacer mil cosas a la vez.

–Sí, eso sí. Se mueve ella sola por todos nosotros –acepta Andrea–. Pero para la próxima me prometes que me llevas, así tenga que caminar diez pasos por detrás de ustedes.

–Y tu, Rosalía, ¿ya te comunicaste con Diego? –averigua doña Eugenia, sonriendo a las dos para que no tomen a mal que haya cortado su charla.

La Peor de Mis LocurasWhere stories live. Discover now