La tan esperada salida del sábado en la noche, ha tenido a los Álvarez de Arauca bastante agitados durante todo el día. Cada uno por su lado han ido haciendo una ruta de los lugares que van a visitar en la parranda, pero David y Daniel terminan recortando las visitas a tres salas de fiesta, después del restaurante para los hombres.
Las mujeres, por su parte, ya acordaron recorrer todas las salas de El Rodadero que les dé tiempo de visitar. Don Ramiro y doña Eugenia aceptaron algunos compromisos pendientes, y van a comer fuera. Así pues, al cuidado de la casa quedaron el abuelo Sebastián, la Nana y el personal de servicio.
Finalmente, contra pronóstico, la fiesta fue menos movida de lo que todos esperaban. Divertida, en todo caso, porque los chicos siempre la pasan rico con los mayores; poniendo atención a sus lances con excesivo entusiasmo; haciendo preguntas, a veces, demasiado atrevidas. Javier no se separa de sus tíos y los presenta a cuanta mujer hermosa se cruzan en el camino. Pero Diego no se encuentra con ganas de entablar nuevas relaciones; prefiere sentarse en la barra y conversar con sus hermanos. Aunque no por eso pierden la oportunidad de admirar un cuerpo bello o una cara bonita.
–Yo no dejo de preguntarme –Daniel habla sin mirarlos, concentrado en la mujer que no le quita el ojo desde el otro lado de la barra–, y no hallo respuesta.
–¿Qué cosa, mijo? –se interesa Diego.
–¿Que tendrá el aire de Colombia que las hace taaan divinas?
–Pues sí, tienes razón –asiente David riendo, mientras observa a la joven que, si no le fallan las cuentas, es la tercera vez que desfila ante ellos–. Mujeres bellas sí tenemos acá. Y hombres con el juicio dañado por ellas, también. Como prueba ahí están ustedes dos.
–¡Qué va, David! –Diego deja su vaso sobre la barra con desgano–. Mujeres divinas sí, pero el juicio se nos daña sin ayuda de ellas.
–¿Y a ti qué te está pasando, viejo? –averigua el mediano palmeándole el hombro–. Ni siquiera estás tomando.
–Pues será eso, que me estoy haciendo viejo.
–Pero de repente será, porque hace apenas unos meses no había quien te echara un pulso con el trago.
–Entonces fue Marina –se queja, con una media sonrisa que no llega a ser triste, pero tampoco es alegre como debiera–, que me sacó de mi mundo y me vine abajo.
–Ya encontró culpable, pues – considera Daniel–, Pero no la culpes a ella cuando eres tú. ¿O es que te arrepentiste de haber tomado este nuevo rumbo?
–Para nada –replica él al momento–. Estoy en el lugar que quiero estar y con quien deseo permanecer hasta el final de mi vida.
–¡Ay, carajo! ¡Tan profundo que sonó eso, pelado! –se burla David que, conociendo a su hermano, sabe que lo dijo desde el fondo del alma–. ¡Ve, como se apendejo!
–Ajá, hermano. Estoy hecho un pendejo, es cierto. ¿Pero a ver qué le hago, si eso es lo que siento? Yo no podría vivir sin Marina.
–Si es así como dices, permíteme señalar que estás haciendo las cosas muy mal con ella.
–Fíjate que no sé. Valentina me tiene confundido –reconoce al fin.
–Eso no lo tienes que jurar. Nosotros te creemos.
–No sé qué carajos le está pasando.
–Esa pelada es un complique. Y también a nosotros nos tuvo confundidos durante bastante tiempo. Pero ya fue.
–¿Y qué me estás queriendo decir?
–¡Lo que es obvio, hombre! –continúa David, viendo que, esta vez, es su hermano mayor quien necesita su consejo, como antes los recibió de él–. Todos sabemos que lo que busca no es otra cosa que separarte de Marina. Pues fíjate que, si es eso lo que tú quieres que suceda, estás en el camino correcto. ¡Bien puedas! Sigue el rumbo que ella te marque.