Marcela entra en el despacho de Diego vestida de mal humor, como viene ocurriendo demasiado a menudo en las últimas semanas. Lo cierto es que tiene más de mil razones para sentirse así; para protestar por lo que está sucediendo, aunque hasta entonces no se haya sentido con ánimos de gritar y hacerse oír.
Va para un mes que los viajeros regresaron de Colombia. Es tiempo más que suficiente para que la nueva empresa estuviera ya normalizada, puesta a punto y trabajando, así fuera a media máquina, bajo el mando de Diego o de Nicolás Alterio; nombrado recientemente Gerente General de la nueva Naviera en La Plata. Pero en contra de lo que cabría esperar, las cosas, acá y allá, van de mal en peor. Con Nadia han puesto el mayor empeño en ayudar y que no se advierta demasiado la desidia en la que ha caído su jefe. Pero por más que lo intenten, ellas dos son incompletas; incapaces de llevar adelante el complejo entramado de la Naviera Sol de Arauca en su sede de Mar del Plata. ¿Cómo se les va a pedir que carguen, además, con la complicación que supone poner en marcha la nueva "Arauca–Cruceros" en la ciudad platense? Las dos mujeres han sido todo lo juiciosas que se podía esperar de ellas y han manejado el asunto con la necesaria cautela, sin embargo, hoy es el día que no dan más de sí. Llegó el momento de poner cada cosa en el lugar que les corresponde.
En cualquier caso, Marcela no se siente mal por eso. Ella ha hecho lo humanamente posible por darle una mano a Diego en su afán de encontrar a Marina, pero si Ariel se niega a prestarles su ayuda es completamente imposible hallar una solución al problema. Ahora lo único que le queda por hacer es plantarle cara a su jefe –a su amigo–, poniéndole las cartas sobre la mesa y, si fuera preciso, su renuncia en la mano.
–Hasta acá llegué, Diego –dice con el mayor aplomo, sentada frente a él en el despacho–. No doy más.
–¿Y tú qué, Marcela? ¿No saludas?
–No estoy para saludos, ¿viste?
–¿Qué fue entonces? ¿Qué pasó ahora?
Como cada día, Diego está en la Naviera por estar. Sin ánimo de trabajar y sacar adelante los muchos asuntos que dejó pendientes antes de su marcha, junto con los que se han ido acumulando desde su regreso, está asentado en la desidia. Su único propósito detrás de aquel escritorio es seguir investigando, no ya el paradero de Marina, pues hace una semana que sabe dónde encontrarla y no casualmente sino a fuerza de mucho tesón; lo que busca es un resquicio, en algún lugar del entorno que rodea a la mujer, por el que poder colarse y acercarse a ella sin peligro de ser rechazado de nuevo. Hasta ahora, cada vez que lo intentó en los últimos siete días, Marina se le negó. Ni siquiera le dio la oportunidad de verla, cuanto menos de hablarle. Esta es su única preocupación; lo único que lo perturba.
Y Marcela, ¿qué quiere? ¿Para qué viene ahora a consultarle cualquier vaina relacionada con la empresa? Seguramente será algún problema como los que le ha venido presentando cada día, para los cuales él no tiene cabeza ni ganas en aquel momento.
–Pasó que me cansé –le suelta ella sin más preámbulos, obviando el gesto hastiado que él puso al escucharla–. Nos cansamos con Nadia, ¿oís? Aparte, a mí me tenés las bolas llenas, te digo.
–¿Cómo así?
–Y esto, por ahora, es nada más una advertencia. En adelante o vos te ponés al mando o nosotras te renunciamos.
–¿Tú qué me estás diciendo, Marcela? ¡Perdiste el juicio! –a pesar de la queja, Diego se muestra igualmente despreocupado. Esto, lejos de calmar a la mujer, la inquieta todavía más– Tú no me puedes hacer eso.
–Más vale que puedo, Diego. Podemos, porque Nadia también renuncia si vos no te ponés a dirigir este quilombo. ¿Entendés? –Marcela arrasaría con todo lo que hay sobre la mesa de puro coraje, al ver la indiferencia con la que habla, pero entiende que su furia debe orientarla de otra manera. Tal vez amenazando logre más que arrasando–. La terminamos acá mismo, y un placer haberlos conocido.
