147. Con el mar al fondo

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Finalmente Marina no salió de la casa de Marcela en dos días. Al tercero, tras conversarlo con su amiga en el desayuno, pide un taxi que la lleve a la bahía de los pescadores. No porque allá le vaya a ser más fácil pensar ni se sienta a salvo de la vigilancia de Diego que, por otro lado, está segura de que no cesó en ningún momento, sino porque un rato antes habló con el abuelo y él le pidió que se reúnan en aquel lugar.

El hombre la espera sentado bajo la enramada de una de las cabañas, de charla con sus amigos como suele hacer casi todos los días. Ella sabía perfectamente que allá lo podía encontrar si necesitaba hablarle, sin tener que acercarse por La Casona. Pero, no sabe porqué, no se animó a hacerlo hasta que él la llamó; a pesar de saber que las palabras y la voz del viejito siempre la reconfortan.

Don Sebastián sale a recibirla, le ofrece su brazo y se acerca con ella hasta el grupo que detuvo su charla al verla llegar, felices de tenerla con ellos. Marina los saluda amable antes de pedirle al abuelo que caminen un rato por la playa para que puedan charlar sin que nadie los moleste.

–Primero que todo, ¿tú cómo te sientes? –pregunta el anciano, temiendo su respuesta.

–Estoy un poco mejor –concede ella sin soltar su brazo–. Mejor de lo que esperaba y feliz de verlo.

–Ajá. ¿Y tuviste tiempo de pensar, así como querías?

–No había mucho en lo que tuviera que pensar. ¿Qué le contaron?

–Nada que no supiera ya. A excepción de tu embarazo, claro –se detiene y sonríe–. Esa sí fue una grata sorpresa, déjame decirte.

–¿Ya lo saben todos?

–Fíjate que no.

–Van a pensar que soy re tarada por estar otra vez igual...

–No piensan nada porque nada saben. Rosalía y yo... y más nadie.

–¿Diego no les contó porqué discutimos?

–¿Para qué? Esas vainas son de ustedes. Y lo del bebé ya se lo dirán juntos a la familia, que es lo que procede. ¿O no te parece?

–Diego no entendió nada.

–Sí, Marina. Sí que entendió. Pero hace falta que nosotros logremos entenderlo es a él.

–¿Qué quiere decir?

–Digo que lo difícil, en este caso, es penetrar en el corazón de mi nieto para saber cómo se siente. Eso solo tú puedes hacerlo.

–Yo sé que no debí escapar de nuevo –se disculpa, apenada con él– Sé que me estoy portando como una chiquilina. Pero es la única salida que Diego me deja cuando realmente necesito estar sola. Y le juro que esta vez lo necesitaba más que nunca antes.

–Te entiendo.

–No creo que pueda entenderme. Nadie puede –Marina hace días que necesita llorar. Con Marcela no es fácil porque ella siempre la reta, pero con el abuelo puede hacerlo sin que él la presione. Por eso, aunque no hubiera querido angustiarlo, las lágrimas escapan de sus ojos y no las detiene–. Es difícil, incluso para mí.

–Cálmate pues –le pide el anciano preocupado por su estado; ofreciéndole galante su pañuelo–. Pero mejor dicho. Llora si eso te hace bien.

–No sé si me hace bien. Y tampoco sé si lloro de bronca o de puro dolor.

–Te sientes molesta. Es eso y más nada.

–Estoy confundida. Su nieto me confunde –señala abatida–. No se me alcanza como puede amarme tanto como dice, si permite que me sienta desdichada a su lado.

La Peor de Mis LocurasWhere stories live. Discover now