El paseo a Pinamar fue en verdad placentero; un fin de semana divertido y provechoso, que todos necesitaban para salir del estrés diario. Pero el lunes llega y hay que regresar a la rutina, el trabajo y las ocupaciones cotidianas que los están esperando.
Daniel y Diego, bastante animados por cierto, vuelven a la Naviera, donde les aguarda la contienda con el inminente juicio. Marcela se tomó licencia para resolver unos asuntos privados que tiene pendientes. Dijo que, en definitiva, aquel fin de semana lo ha pasado laburando para ellos, de modo que tiene derecho a tomarse un receso. Y si no hubiera tenido ese derecho, igualmente le habrían dado el permiso, porque ninguno de los dos hermanos es capaz de negarle nada a aquella mujer maravillosa que, con su carácter, su buen humor y su saber hacer, da todo lo que tiene para que ellos estén bien.
Los más jóvenes andan por la casa, mohínos y malgeniados. El abuelo decidió que, aquella misma tarde, tomen el avión de regreso a Colombia, pues considera que ya es tiempo de que ellos vuelvan y retomen las actividades que dejaron colgadas por asistir al compromiso de Diego y Marina. Las vacaciones se alargaron demasiado por los problemas que surgieron, pero así no sea del agrado de los muchachos, es hora de ponerle fin a los días de asueto. Don Sebastián se va a quedar en Argentina hasta que tenga claros, y a poder ser solucionados, los problemas con los Steiner y el juicio al que se tiene que enfrentar Marina. Al viejo le hubiera gustado que también Rosalía regresara con los pelados, aunque fuera por unas semanas, porque sabe que su mamá la necesita cerca en estos momentos. Pero siendo un poco egoísta, no insistió demasiado para que su nieta viaje a Santa Marta, ya que a ellos también les va a hacer falta en Mar del Plata. La excusa de ella es que se queda hasta que se resuelvan los problemas con Javier, y es cierto que allá, con Diego, va a poder estar más pendiente de su hijo. Pero no es menos cierto que, con su sola presencia, va a respaldar a la familia en cuanto necesiten. Ya más adelante, cuando tenga que comenzar con los preparativos para el matrimonio de Sergio y Carolina, entonces sí viajará a Colombia.
Marina, finalmente, ha decidido que aquella misma mañana, en cuanto Diego regrese para el almuerzo, hablará con él y le dirá lo del bebé. Su papá se molestó con ella cuando doña María, como era de esperar, le contó lo que estaba pasando. Aunque la bronca no es porque se lo haya ocultado a él, su papá; entiende que lo hiciera si quiere mantenerlo en secreto para todos. Lo que no le parece bien es que ella no le haya contado al papá de su hijo. Don Ernesto se pone en su lugar, y se habría enojado de manera inclemente con su esposa, si a doña María se le hubiera ocurrido ocultarle una noticia como aquella. No entiende, ni quiere entender, de esos miedos de los que le habla Marina.
–¡Dejáte de embromar, nena! –exclamó el futuro abuelo–. Por ahí podría entender el miedo en el momento de pensar en hacerlo, pero no ahora. Ahora no es tiempo de temer, sino de afrontar lo que se viene.
Y don Ernesto tiene razón. Si Diego se tiene que molestar porque no le haya contado que ya no se estaba cuidando, lo va a hacer del mismo modo si se lo dice ahora, que más tarde.
Marcela llega a la casa, tras concluir sus gestiones en la ciudad. Pasó para ver cómo estaban todos, pero al enterarse de la decisión que tomó la amiga, no piensa moverse de allá, por más loca que esté por llegar al apartamento, echarse a dormir durante horas y de una vez quitarse de encima el cansancio del fin de semana, hasta no ver con sus propios ojos el despelote que monta su jefe cuando Marina le diga. De otra manera no lo va a creer por más que le cuenten.
En ese momento están con Andrea en la cocina, tomando el tecito de media mañana, en tanto que Gabriela, la cocinera, termina con los preparativos para el almuerzo. La mujer no les presta demasiada atención, enfrascada en su tarea, mientras ellas comentan animadas lo ocurrido durante el paseo a Pinamar. No obstante, como si se hubieran puesto de acuerdo, todas guardan silencio a la vez, al oír las discrepancias que se traen Lida y Marta, las dos empleadas de servicio contratadas por Diego –colombiana la primera, ya que no quiere perder en la casa, el temperamento y la singularidad de su gente, y argentina la segunda, porque es amiga de la primera–, que están haciendo oficio en la sala, después de haber ayudado a los muchachos a empacar sus maletas para el viaje de regreso. Las tres mujeres sentadas a la mesa, sonríen con disimulo, prestando atención a lo que hablan las de fuera.
