118. Nubes de tormenta

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Por más que hubiera querido llevar otra cara, Diego llega a Santa Marta y a La Casona, luciendo un humor de perros; sin preocuparle siquiera como están los ánimos en la familia. Aunque durante el largo viaje desde Mar del Plata a Santa Marta, se propuso tomarse las cosas con calma, la situación a la que tiene que plantar cara con Valentina, es para agriarle el carácter a cualquiera. Él no es de piedra, así quisiera parecer el más duro de los hombres. Él siente como el que más y le duele en el alma todo lo que está pasando. Como le duele asimilar, en su fuero interno, que está cobrando un intenso deseo de estrangular a su hija cuando, nada más entrar en la sala, donde lo esperan sus papás y la Nana, se encuentra de frente con la sonrisa triunfal de Valentina: dichosa por haber logrado una vez más apartarlo de Marina. Que Dios sepa perdonarlo, pero !con que placer la hubiera golpeado, para borrarle del rostro su gesto hiriente! Por suerte, su mamá se acerca a saludarlo y lo contiene con su voz firme, sutil y siempre sabia.

–No, mijo –le dice, al tiempo que lo abraza feliz–. Fresco que luego vas a poder ponerla en su lugar, como se merece, ¿oíste? Te pido que seas paciente.

–Ajá, mamá, yo soy paciente. Te juro lo soy, fíjate que sí –responde dejándose mimar, al tiempo que observa a Valentina, que parece a punto de ponerse a bailar para celebrar su triunfo–. Pero esta vaina... esto que me está haciendo, me supera.

–Yo sé, mi amor.

–Precisamente mi hija, a la que yo adoro, la misma que no hace tanto era una pelada dulce y maravillosa... Porque así era, mamá, tú lo sabes –insiste dolido, como si quisiera convencerla a ella de lo que está diciendo–. Yo no puedo creer que Valentina se haya convertido en mi peor enemigo.

–Va a cambiar, Diego, no lo dudes –lo anima Eugenia, acunando su mejilla entre las manos, con mimo–. Cuando la vida le de esa lección que parece estar buscando.

–No sé cómo voy a solucionar esto. No voy a poder.

–¿Cómo no? ¡Pues claro que vas a poder! Nosotros te vamos a apoyar en lo que haga falta. Pero sobre todo, no le vayas a mostrar a ella tus cartas.

–¿Cuáles cartas, mamá? –sonríe, con una tristeza que exterioriza como se siente; avergonzado por llegar con las manos vacías, sin un plan previsto–. Yo ni siquiera sé de qué se trata el jueguito que se trae.

–Entonces, lo vas a tener que averiguar cuanto antes, porque tienes que pelear con sus mismas armas –su madre lo mira, mortificada por su pesar, pero lo anima a seguir–. Ve y la saludas con tu mejor voluntad.

Haciendo acopio del valor que no tiene, Diego se aproxima, renuente, a saludar a su hija, sin poner ningún empeño en manifestar una dicha que no siente al verla. Valentina, por su parte, lo recibe feliz, mostrándole una sonrisa artificial que no engaña a ninguno de los presentes. Pero tampoco ella puede obviar el fastidio de su padre al dejarse besar, haciendo hasta lo imposible por no tocarla. Y cuando, con gesto marrullero, se abraza a su cintura, fingiendo sentirse agradecida con él por su visita, Diego la toma por los hombros, alejándola de sí con un respingo de aversión.

–¿Cómo estás, mija? –pregunta, comprometido–. ¿Todo bien?

–Sí papá –responde ella, feliz–. Estoy bien, ahora que por fin viniste.

–Bueno pues. Entonces, ya puedo respirar tranquilo y dejar el agite que traía, ¿cierto? –sonríe cortante, conteniéndose a duras penas para no increparla en ese instante, como realmente desea, y esperar, como dijo su mamá, el momento apropiado–. Si me dices que todo está según tus deseos, yo voy a subir a mi cuarto un momentico.

–¿Cómo así? Si ni siquiera me dejaste ver si estás bien.

–Ah, pero, ¿de veras te preocupa que yo esté bien?

La Peor de Mis LocurasWhere stories live. Discover now