Ariel se encuentra ordenando su mesa de trabajo mientras su asistente, Clara Mendoza, concluye lo que quedó pendiente para salir ambos del despacho. Hoy fue uno de esos días agotadores, en los que uno desea llegar a casa, tomar un baño y dormir durante horas sin que nadie lo moleste. Está a punto de llamar a la mujer para pedirle que se apure, cuando la ve entrar y detenerse delante de su escritorio.
–Ariel... –Lo llama ella, parada sonriente al otro lado de la mesa, con los brazos cruzados en actitud jocosa–. Vos te vas a tener que quedar.
–¡¿Cómo?! –La corta exclamación expresa más de lo que dice, como su mueca sarcástica.
–Tenés visita –responde con calma ante el grito de su jefe.
–¿Qué decís? ¿A esta hora? Ni loco me quedo.
–¡Te quedás! –se impone Clara, con voz autoritaria–. Es importante.
–¿Importante, para quién? –pregunta él, colocando los documentos que tiene en la mano en la bandeja correspondiente, seguro de que la mujer le está gastando una broma–. No para mí.
–Sí para vos.
–Sé que no dejo nada pendiente el día de hoy. Si me necesitan tendrán que volver mañana, con una cita.
–Para vos es importante, Ariel –insiste la asistente, con una mueca que tiene visos de burla–. Hacéme caso.
–¡Sos pesada, Clarita! –protesta sin ganas, asumiendo la derrota–. A ver, decíme, ¿quién es la visita?
–Soy yo.
–¿Valentina?
–Ajá. Valentina.
–Te quedás. ¿Viste? –la mujer sonríe, divertida por demás–. Cerrá todo al salir, por favor.
Hubiera preferido que Clara se quedara a su lado, aunque fuera en su mesa del antedespacho, como método de defensa ante algún imprevisto. No porque tenga miedo de Valentina, ni porque no vaya a poder manejar la situación que se le presentó así, por la buenas. Pero es tal su sorpresa, que no sabe siquiera en qué tono le debe hablar al estar a solas con ella.
Por el contrario, para Valentina era obvio que lo iba a sorprender como lo hizo, por lo que no se siente extraña ni nerviosa parada frente a él; sonriendo tranquila, con un brillo húmedo en los ojos que Ariel no puede atribuir a nada. Por un instante se miran el uno al otro en silencio, como si fuera esta la primera vez que se ven y nada hubiera pasado entre ellos tan solo unas semanas atrás. Quizás si alguien le hubiera avisado de su presencia en el país, y en la ciudad, habría estado preparado, pero de esta manera solo se le ocurre decir:
–¿Qué hacés acá?
–Vine para que hablemos.
La confianza en sí misma que demuestra la muchacha, es lo que más le preocupa a él (Si la conoce un poco, y cree que sí, puede estar seguro de que algo grande se trae entre manos). Lo urgente ahora es averiguar qué pretende al presentarse de aquella manera. Y, además, hacerlo de modo que ella no vaya a pensar que la está agrediendo.
–Bueno. Me queda claro que problemas de plata no tenés –señala con un deje de ironía–. Te es fácil viajar, por lo que veo.
–¿Por qué dices eso?
–Obviamente porque no entiendo.
–¿Qué es lo que no entiendes?
–Nada entiendo, ¿oís? En unos días yo voy a viajar a tu país, al casamiento de mi hermana con tu papá. ¿Me podés decir para qué viniste? ¿Qué buscás, Valentina?