Marina se despide de la familia y regresa a su casa. Paradójicamente, va mucho más tranquila que al salir de ella, pues ha encontrado un poco de paz para sí misma y se siente segura. Tras la bronca con Diego, al fin tomó una decisión sobre el futuro de ambos. Y así él nunca venga a buscar una respuesta, ella igualmente se la hará saber.
Al salir de su casa, dos horas antes, dejó a Ariel y a Marcela preocupados por su intempestiva salida. A ninguno de los dos le gustó la idea de que fuera a enfrentar a Diego en ese momento, más que nada porque ellos mismos le bajaron las defensas, al hacerle ver que ha cometido un grave error con él. Conocen a la Marina de perfil bajo y saben que puede llegar a ser demasiado vulnerable. Pero lo que desconocen es que ella se ha crecido con los reproches que le hicieron por su comportamiento e ignoran que ahora está dispuesta a dar la pelea en contra de quien sea, incluso del mismo Diego si fuera preciso. Nadie la va a lastimar más y, por supuesto, no va a permitir que Valentina continúe manejando a su antojo la vida de su papá y, de rebote, la suya.
Ahora, al verla regresar, salen nerviosos a recibirla, impacientes por saber qué ha sucedido entre ellos. Marina no tiene ningún problema en contarles, punto por punto, lo que hablaron. O mejor dicho, lo que él tuvo que decir, con amenaza incluida. Y es esto, la velada amenaza, lo que termina preocupando al hermano y a la amiga que, si bien habían pensado dejarla sola e ir a sus respectivas casas a descansar, finalmente deciden que no la dejan más. Se quedan con ella, no sea que a Diego le dé por aparecerse por allá, sabe Dios con qué negras intenciones, y tengan que lamentarlo más tarde.
Pero es tras la cena y la sobremesa, cuando ya logró convencerlos de que nada malo le va a pasar si se queda sola en la casa, que llaman insistentemente a la puerta y los tres se yerguen poniéndose en guardia.
–¿Viste? Ahí lo tenés –Ariel, enojado, señala la entrada–. Y vos confiada en que no va a volver más.
–No puede ser él, gordo –sostiene ceñuda, aunque no tan segura como quisiera–. En la tarde salió de la casa con tanta bronca, que no creo que haya pensado siquiera en mí.
–¿Y quién más puede ser? –tantea Marcela–. Estas no son horas de andar haciendo visita.
–No sé. Y tampoco lo vamos a saber si no abrimos la puerta –decide, yendo a hacerlo ella misma, dispuesta a enfrentar a quien sea. Pero al abrir se encuentra con un desconocido, con toda la pinta de un remisero, que le muestra una sonrisa comprometida. Ella lo observa unos segundos con gesto de sorpresa, antes de reaccionar–. Hola. ¿En que lo puedo ayudar?
–Buenas noches, señora –replica el hombre; parado frente a ella en el porche de la casa, resguardándose de la lluvia que no dejó de caer en todo el día–. Ayuda necesito, ¿vio? Allá en el auto, donde tengo a su esposo.
–¿Qué cosa?
–¿Cosa? No señora. Más bien un paquete lo que traigo –el desconocido salta de un pie a otro, tratando de entrar en calor, mientras echa un vistazo dentro de la casa–. ¿Puede ser que me den una mano para sacarlo?
Ariel y Marcela se han acercado a indagar y miran al hombre con atención, esperando que ella les diga quién es la visita.
–¿Qué pasó, flaca? ¿Algún problema? –consulta el hermano.
–Todavía no lo sé. El remisero dice que trajo un paquete para mí. Andá a averiguá qué es –le ordena Marina, empujándolo a la calle tras el hombre, que regresó al auto bajo la lluvia y mantiene la puerta abierta, mostrando el envío que les trajo.
No es que Ariel tenga muchas ganas de mojarse, ni siquiera por hacerle el favor a su hermana. Pero no le queda otro remedio que salir y cerciorarse, de que aquello no es una broma pesada, para hacerlo entrar en calor.
