Marina huyó de la casa, aunque a decir verdad huía para alejarse de Diego; la casa no puede lastimarla, él sí.
Obviamente, estaba furiosa. Furiosa y dolida, como nunca antes lo había estado por nada que le hubiera pasado a su vida. Ni siquiera se detuvo a mirar si el hombre la siguió o, por el contrario, continuó en la sala empecinado en la absurda defensa de su adorada hija. En todo caso, en el estado en que estaba, cualquier cosa que Diego haya hecho después de tratarla como la trató en la biblioteca, a ella no le hubiera extrañado lo más mínimo. Tan solo ruega que Ariel no se vaya a aparecer de nuevo por allá, porque si a él también lo atropella, no quiere ni imaginar cómo va a terminar la bendita fiesta de compromiso. Su fiesta de compromiso. El evento en el que iban a anunciar la fecha de su próximo casamiento –dispuesto por ellos para unas semanas más tarde–, al que pretendían invitar únicamente a los más allegados, familiares y amigos íntimos.
Ya no hay fiesta... y tampoco habrá matrimonio. Todos sus maravillosos planes de futuro han quedado destruidos por una única acusación lanzada por Diego –"Tú sabías esto"–, con una pequeña duda que poco importa, porque lo que duele es la condena, hecha en mala hora.
De todas formas, la ruina del evento y del consiguiente matrimonio es lo que menos le importa a Marina. A ella le preocupa únicamente su propia destrucción, la desolación que Diego ha dejado en su alma al cuestionarla de una forma tan insidiosa delante de todos. Las palabras dichas por él, la saña en su voz... los gestos. Todo resuena en su mente una y otra vez, sin darle tregua; minando poco a poco la seguridad que hasta entonces abrigaba. ¿Que si sabía? ¿Que si sabía, qué? ¿Qué tenía que saber? ¿No se dio cuenta de que estaba, tan conmocionada y tan perdida como él mismo, ante lo que estaban presenciando? La aparición de Ariel dando la mano a Valentina, precisamente a ella, fue como recibir un mazazo en el pecho. Además tuvo que soportar que Diego la pusiera en entredicho. La verdad es que la observación le resultó tan estúpida, que hubiera respondido en consecuencia si no es que la acusación, venida de sus labios, fue tan dura que le partió el corazón en mil pedazos. Pero no lo iba a rebatir, ni entonces ni nunca. Así tuviera mil cosas que decirle, su defensa fue dar la callada por respuesta y que creyera lo que le viniera en gana. No pensaba discutir, lo que hizo enojar más a Diego.
¿Y luego? Lo acontecido en la biblioteca fue la gota que colmó el vaso. Ni siquiera debía recordarlo de ahora en más. El episodio fue tan lamentable y tan humillante para ella que, ante el desafío al que la sometió, prefirió escapar de allá, antes de verse obligada a escupirle a la cara todas las lindezas que se merecía.
Subió a su auto cegada por la ira. Manejó furiosa durante un rato, llevada por la desilusión y el coraje. Hasta que comprendió que, en aquella actitud, lo único que iba a lograr era precipitarse contra algún lateral de la ruta o chocar de frente con cualquier inocente que viniera en sentido contrario. Ni Diego ni nadie pueden hacer que ella termine sus días de semejante manera. Pero duelen tanto la ofensa y el desconsuelo que palpitan en su pecho que, mientras trata de encontrar la calma parada a un costado de la pista, siente, como si fuera algo tangible, el mundo que se le viene encima. Fulminada por el dolor y la rabia, tan solo desea morir, o cuando menos, llegar a casa, abrir las puertas de su propio mundo y perderse en él hasta encontrar la paz que necesita. Sin embargo es entonces, al entrar y sumergirse en el silencio que ocupa la vivienda vacía, cuando comprende de golpe todo lo que acaba de perder en pocos minutos.
Diego no está a su lado y eso la hiere en lo más profundo del alma. Lo demás no existe, pero tampoco importa, porque a ella solo le afecta la no presencia del hombre. Deteniéndose a observar sus objetos personales, que atesoró en aquel lugar con el paso de los años –los muebles, el ajuar... La sala, la puerta del cuarto siempre abierta–, al fin comprende que está sola. Sola y humillada es como en verdad se siente. Y lo más terrible es saber que fue él, el único hombre que realmente le importó en la vida, quien terminó con todo. Ante esta realidad innegable, una rabia intensa, casi corpórea, emana de ella nublándole los sentidos. Y sin embargo, no lo puede odiar por más que quisiera. No se pueden borrar los sentimientos así nomás, ni pasar del amor al odio en un segundo. Tiene que darse tiempo para arrancárselo de adentro: el tiempo es la solución.