A estas alturas del conflicto Andrea está realmente desesperada; a un paso del derrumbe moral.
Desde que regresaron de Colombia, su vida al lado de Daniel –el interior de su vida– se ha convertido en un infierno. Sabe que de poco le sirve quejarse, aunque saberlo no hace que sea más llevadera su agonía. Obviamente, es consciente de todo lo que hizo mal en los últimos tiempos, pero no cree que el castigo que merece tenga que ser tan duro. Por más que se haya equivocado en la forma de enfrentar a su esposo cuando creía que lo había perdido; por más que lo haya atacado con sus celos, terminando siempre en una pelea que finalmente se les hizo cotidiana, ella cree haber actuado en defensa de su matrimonio. No se le ocurrió pensar que, con un poco de tacto y otro de halagos, no le habría quedado difícil tenerlo de su lado, ya que a su lado estaba. También erró en su manera de forzarlo a quedarse en Santa Marta; esto era lo que más le dolía, por la parte que le había tocado perder. Nunca debió arriesgarse a hacer ese viaje. Su médico le advirtió del peligro que corría y cuál podía ser el desenlace de semejante aventura. Pero el doctor dijo que tenía un ochenta por ciento de posibilidades de sufrir un aborto y ella se quedo con el veinte por ciento de no sufrirlo; no pensó que el "puede que sí" era bastante mayor que el "puede que no". El error fue pensar que podía ganar la apuesta y que, con el apoyo de la familia y su tesón, lograría no regresar a México.
En todo caso, obviando la terrible pérdida de su bebé, por la que no se va a perdonar nunca, sigue pensando que luchar de aquella manera por Daniel es lo acertado. Su amor por su marido la ha llevado a cometer muchas locuras que, seguramente, no habría cometido por nadie más, pero, puestas en una balanza, pesan mucho más los sacrificios que ella ha hecho por ese amor y todo el dolor que ha sentido a su lado que cualquier reproche que él pueda hacerle. Después de todo, ¿cuántas veces ha disculpado su abandono por más que le pesara? ¿Cuántas le ha perdonado sus infidelidades, que le destrozaban el corazón? ¿En cuantas ocasiones tuvo deseos de acabar con esa angustia cuando él, con todo su cinismo, le decía que no tenía derecho a quejarse porque ella ya sabía cómo era cuando se casaron y así lo había aceptado? Pero no quiere pensar en su descaro. No quiere creer que, de veras, él pretenda que esa absurda excusa sea tomada en serio por ella. Aunque la verdad es que sí le ha sido infiel, que ella lo sabe, que él sabe que lo sabe y que lo perdona porque, esté con quien esté, Daniel siempre vuelve a su lado. Lo menos que se merece, por su abandono y sus pecados, es que ella le reproche su actitud; incluso que le haga, como bien dice, la vida a cuadritos.
La batalla aquella vez la había perdido. Pero ella sabe que, en tiempos de guerra, cualquier hueco es trinchera. Para atrincherarse ella es la mejor, sin duda. Y si hay una solución, la encontrará.
Por el momento, tiene que aceptar las cosas como están, y –no se engaña– están realmente mal. La prueba la tiene en lo que viene sucediendo entre ellos desde que, el fin de semana pasado, Daniel le dijo que iban a viajar a Colombia en el plazo de un mes.
–¿Para quedarnos? –quiso saber ella que, pensando en sus propios problemas, había olvidado incluso los eventos programados en la familia, de los que tanto disfrutaba antes.
–Para celebrar el aniversario del abuelo –le contestó él de malos modos, mostrándole una de esas sonrisas irónicas que tanto la humillan–. Pero ya veo que lo olvidaste. De todas formas, tú te puedes quedar allá si lo deseas.
–No tienes derecho a hablarme así.
–¿Cómo así que no tengo derecho? –Daniel ya no se contiene. Por el contrario, la enfrenta en sus discusiones sin importarle que sus palabras, o el tono de las mismas, la ofendan o la atormenten–. Mejor dicho: si no estoy equivocado, en este matrimonio, la que perdió sus derechos fuiste tú.