23. CAMPECHE

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El vuelo se le hace eterno, quizás porque desea más que nada llegar cuanto antes a su destino. Todavía no tiene muy claro qué está haciendo; porqué abandonó a su familia ni porqué va de vuelta a Campeche, solo. Lleva muchas horas sin cruzar palabra con nadie y le ha dado demasiadas vueltas a la cabeza, como para sentirse bien consigo mismo. En cualquier caso, allá está; ocupando un asiento en primera clase; intentando dormir y que el sueño lo lleve lo más lejos posible y ni el sueño lo vence. Finalmente, comienza por pedir un trago a la azafata de vuelo, que terminan siendo cinco. Pero ni los tragos logran aturdirlo, cuanto menos sacarlo de la locura en la que se ha instalado.

Por un segundo piensa que, si Lidia no lo espera a su llegada al aeropuerto, no le importará embarcarse de nuevo en el primer vuelo de regreso a Colombia. Pero ella sí está. La ve al instante, tras la cinta de seguridad, en su rampa de salida y nota un regocijo extraño en el corazón al verla sonreír. Quizás sea que está pasando por un mal momento y le hace feliz ver una cara amiga, después de tantas horas de soledad. Y si no es eso, tampoco importa, porque se siente bien al tenerla cerca, al saludarla y besar su mejilla sonriente.

Desde primera hora de la mañana, Lidia ha paseado distraída por la terminal del aeropuerto internacional, Ingeniero Alberto Acuña, de Campeche. Después de que él la llamara para comunicarle su regreso, se ha encargado de averiguar la hora exacta del vuelo procedente de Colombia en el que llega Daniel, y ahora está pendiente de que anuncien el arribo.

Aquel que viene a su encuentro es su gran amor platónico; su amor imposible. Por más veces que lo pensó, nunca pudo averiguar cómo fue que se enamoró de él, ni siquiera cuando supo que eso había sucedido. Dentro de sus planes no entraba el complicarse la vida con un hombre casado, sin embargo ahí está; esperando la llegada de Daniel Álvarez de Arauca, el marido de otra mujer; nerviosa como una novia que espera a su amor tras un largo periodo de separación. No sabe lo que puede pasar ahora que lo tenga cerca, solo y en sus manos. Tampoco lo que sucederá después. Y nada de esto le importa. No quiere pensar en eso. Tal vez resulte que su llamada, y la necesidad de ver a la amiga que intuyó en su voz, no signifiquen nada para el hombre. Ellos son eso, simplemente amigos, y como tal se han de comportar mientras el momento no requiera otra cosa. Pero ya queda poco para salir de dudas. La azafata ha anunciado la llegada del vuelo y en unos minutos lo tendrá frente a ella.

Lidia lo ve desde la rampa de la terminal, caminando hacia ella. Lo primero que advierte es su paso cansado y su mirada triste. Eso no le gusta, pero está allá para ayudarlo, sin hacer preguntar ni urgirle a contar lo que no desee. Lo saluda con la mano, llamando su atención, al tiempo que le brinda la mejor su mejor sonrisa, a ver si con ella logra contagiarle un poco de su entusiasmo. Daniel, ya a su lado, le estampa un beso en la mejilla, acompañado de un escueto "hola" que, lejos de enojarla por el desapego, la acerca más a su tristeza. Él no es así, al menos no lo es con ella. De modo que, si se encuentra en tal estado, tiene que ser porque algo muy grave le ha pasado a su vida. Lidia está a su lado para apoyarlo, para levantarlo del piso si es necesario, y a eso se va a dedicar en las próximas horas, como si fuera lo único importante que le queda por hacer en la vida.

–¿Cómo estás? –pregunta, por pura educación, pues conoce la respuesta de antemano.

–Peor de lo que quisiera estar.

–¿Me cuentas o quieres que te lleve a tu casa?

–No, por favor. Llévame adonde quieras llevarme. A un hotel, al parque, a tu apartamento. A cualquier lugar menos a mi casa.

–Te veo muy mal, Daniel.

–Estoy muy mal, Lidia. Aunque me vieras sonreír.

–¿Qué fue lo que pasó? ¿Puedes contarme?

La Peor de Mis LocurasWhere stories live. Discover now