49. Irene Fuenterrubia

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Tras una primera ojeada, Irene no le parece tan linda como Adela. Marina encuentra en la nena más rasgos del papá que de la mamá, pero tiene que reconocer que es una mujer encantadora y muy hermosa. No logra entender cómo pudo dejar escapar a Diego.

Por alguna razón se caen bien; como si, de alguna manera, el nexo de unión que tienen con Diego les hiciera armonizar. Aunque –piensa Marina–, lo mismo tendría que haberle pasado con Fernanda y en ningún momento hubo esa afinidad entre ellas; se habían tratado con respeto mutuo, sin visos de congeniar por ningún lado.

Irene está sola con Marina; sentadas en la cafetería del centro comercial donde quedaron para tomar un café. Rosalía, intencionadamente, se ha llevado a las muchachas con la excusa de comprar un perfume para su mamá; cosa que a su mamá no le hace ninguna falta. Pero pretende que las dos mujeres pueden hablar tranquilas, sin el freno que supondría la presencia de las jóvenes.

–Ven acá, de veras me ha encantado conocerte –confiesa Irene–. ¡Ya pues! ¡Misterio resuelto!

–Igual me pasa con vos –dice Marina con la misma franqueza–. En realidad, todos ustedes eran un misterio para mí también.

–Me imagino.

–Quería conocer a la familia. Más que nada, me interesaba conocer a las dos ex esposas de Diego –se contiene un instante, por si encuentra algún gesto de hostilidad en la mujer; al ver que ella sonríe, agrega–. Entendéme. No quiero molestarte.

–¿Tú cómo crees que me voy a molestar? Te entiendo mejor que nadie.

–La verdad es que una familia tan numerosa es un embole para mí. Ni siquiera sé cómo debo comportarme.

–Fresca, que eso lo vas a aprender sin apenas darte cuenta. A mí también me pasó, y déjame decirte que no fue fácil –la anima con una sonrisa–. Pero dime, ¿cómo te fue con Valentina?

–¿En serio querés saber? –como Irene sonríe, responde sincera–. Como el orto me fue. Igualmente es algo que ya esperaba que pasara.

–La pelada se hizo notar –comenta sin responder.

–Con todos los fierros.

–Fíjate que yo crié a esa mocosa, y lo mal que me salió.

–No creo que sea culpa tuya, ¿viste? Es por Diego que está así.

–Ajá, yo sé que es por él. Pero me preocupa que vaya a lastimar a su papá con esta loquera que le dio.

–Y... ¿podemos sincerarnos?

–Eso pretendo: que nos hablemos claro –Irene echa un vistazo al lugar por el que han de regresar Rosalía con las niñas–. Pero no puede ser ahora.

–¿Por qué?

–Las peladas están a punto de regresar. Es mejor no dar papaya con ellas; que no sepan.

–¿Que no sepan qué?

–¿Te parece si mañana nos encontramos para almorzar con Rosalía y hablamos de todo?

–Pero... No entiendo.

–Solamente una cosa, Marina –la mira, esperando que comprenda que nada le va a ocultar–. Yo amé a Diego más que a nada en esta vida y...

–Ah, es eso.

–Es eso, sí. Aunque no es lo que te estás imaginando –sonríe al verla confundida, tal vez porque ella no se supo explicar–. Diego es el padre de mi hija y fue mi hombre durante muchos años, pero eso ya fue. Ahora es tuyo.

–Donde hubo fuego... ¿Es eso lo que me querés decir?

–Fuego hubo, más que nada en mí, durante mucho tiempo después que nos divorciamos. Pero ese fuego él lo apagó de un plumazo, el día que me confesó que se había enamorado de ti como un loco.

La Peor de Mis LocurasWhere stories live. Discover now