En el apartamento que Luisa comparte ahora con Marcela, en Mar del Plata –dos plantas por debajo del que ocupa Diego–, ellas también están viendo televisión, en el momento que pasan la nota de chimentos que en Pinamar hizo derrumbarse a Marina.
Luisa está sentada en el diván, con un vaso de té helado en las manos, mientras repasa los apuntes que tomó en su última clase del día. Marcela, a su lado, se entretiene con el control del televisor, cambiando de canal una y otra vez, hasta encontrar la programación que se acomode a los gustos de ambas. Por casualidad ha parado la búsqueda, para tomar un sorbo de su vaso de té, precisamente en el mismo canal que está viendo Marina, en el que pasan la nota de la última salida nocturna de Diego. A Luisa el vaso le cae de las manos, y ella la mira un segundo, aturdida, antes de levantarse del asiento, en un impulso, para acercarse más al aparato. Como si estando más cerca pudiera confirmar mejor lo que acaba ver y escuchar.
–¿Qué es eso, Marcela? Ese no es mi papá, ¿verdad? –pregunta la joven alterada; ansiando que la amiga lo niegue; sin poder creer lo que recién oyó decir a la locutora–. Dime que no es mi papá, por favor.
–¡La milonga que se mandó! –recibe por respuesta la exclamación de la mujer, que no sabe si mirarla a ella o al televisor–. ¡Puta madre! Esta vez sí: flor de quilombo –al instante grita–. ¡Marina! –y corre a alcanzar el teléfono.
–¡Pero Marcela...! ¡Por Dios te lo ruego! –insiste Luisa, confundida–. Dime que ese que vimos no era mi papá.
–¿Cómo te puedo decir que no, si vos lo viste igual que yo?
–Ajá, pero ese señor que estaba con él...
–Ese señor, como vos lo llamás, es un amigo de tu papá, que pasó a visitarlo ayer en la tarde. Esto sí te lo puedo confirmar sin ninguna duda. Yo estaba en el despacho con Diego cuando ese tal... Nicolás Alterio, apareció por allá –le confirma–. Y lo peor es que fui yo quien lo animé a tu papá para que salga a tomar unos tragos, porque lo vi muy tenso por la ausencia de Marina. ¡Pero mirá lo bien que se le dio el relajo!
–Mi papá nunca haría daño a Marina, al menos intencionado. Eso lo sé.
–Mirá, nena... Entiendo que es tu papá y que vos lo tenés que defender. Pero lo que vimos recién es bastante serio. ¿No te parece?
–Marina no habrá visto la noticia... ¿O sí?
–Eso es lo que trato de averiguar.
Sin más explicaciones que tranquilicen a la muchacha, Marcela pulsa el número del celular de la amiga, que es lo único que le preocupa en este momento. Nerviosa, oye repetida la señal de conexión sin que nadie lo atienda; corta, espera y vuelve a marcar. Esta vez sí responden, pero no es Marina, sino Ariel quien pregunta.
–¿Hola?
–Marcela habla. ¿Dónde está?
–Acá a mi lado.
–¿Lo vio?
–Y sí, lo vio. No todo porque paré de inmediato, pero lo suficiente para estar destruida.
–¡Mierda! ¿Qué se hace ahora?
–No sé, Marcela.
–¿Pero qué dijo?
–No mucho. Está hecha bolsa.
–¿Vos querés que vaya? ¿Me necesitás?
–Claro que te necesito. Bah, te necesitamos –rectifica–. Igualmente, no creo que vos vayas a poder hacer nada más de lo que yo haga por ella.