120. Abrazos con el corazón

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Diego regresa solo a La Casona Álvarez de Arauca. Lleva bajo el brazo, envuelto en una bolsa de tela, el estuche con las armas que sacó de la casa de Fernanda. Apenas se detiene un momento en la puerta de la sala, donde se halla la familia reunida esperando la hora de la comida, para comunicarles, enérgico.

–Quiero verlos a todos en el despacho. ¡Ahora!

–¿Qué pasó, mi amor? ¿Tú estás bien? –Eugenia se acerca preocupada.

–Fresca, mamá. Yo estoy bien, gracias a Dios –la tranquiliza con una sonrisa–. Les pido por favor que vayan todos al despacho en este momento –se gira hasta localizar a Dolores y le ordena–. Nana, ve y busca a los demás en la cocina, o dondequiera que se encuentren. Quiero que estén todos.

–¿Todos, mijo? –se extraña la mujer.

–Eso dije. Todos es todos: Jacinto, Hortensia y Juana; todos los que viven en esta casa.

–Espérame entonces, yo voy y los busco –Dolores sale apurada para cumplir la orden–. Vayan pasando que enseguida estamos con ustedes.

Los habitantes de la casa fueron informados por don Ramiro, que regreso de la Naviera un rato antes, de los últimos acontecimientos acaecidos en la casa de Fernanda Valdés. Están consternados y todavía no logran reaccionar después de escuchar lo que el abuelo les contó. Por eso ninguno cuestiona la orden de Diego y se dirigen al despacho, uno tras otro; Sergio y Carolina –que se quedó a comer esperando a que su papá vaya a buscarla–; Eduardo y Adela; Irene, don Ramiro y doña Eugenia. Todos salen al corredor en silencio. Únicamente Valentina, que se entretuvo sacando sus propias conclusiones sobre lo que contó su abuelo, parece reacia a seguirlos. Pero su abuela, temiendo que esté tratando de evadirse, la toma del brazo y la hace caminar delante de ella.

Diego está parado detrás de la mesa del despacho, esperando a que lleguen los empleados de la casa para comenzar la reunión. La Nana dejó la puerta abierta y él no le pide que la cierre; siendo que todos están allá, no tiene sentido tratar de mantener la intimidad. Ni siquiera se tiene que procurar porque no salgan de La Casona, pues al llegar vio a los hombres que su padre trajo con él desde la Naviera, apostados en la entrada. Se demora un instante mirándolos a todos, allá, parados frente a él, expectantes. Luego, con calma, extrae el estuche de la bolsa y lo deja sobre la mesa a la vista de los presentes. Mientras los demás lo observan a él y al estuche todavía cerrado, Diego no aparta sus ojos de Valentina, esperando su reacción al ver la caja de cuero. Obviamente, como ya suponía que iba a pasar, esta no se hace esperar. En cuanto él soltó la pistolera sobre el escritorio, la muchacha dio dos pasos atrás, aturdida y asustada.

–¡Por Dios y María Santísima! –exclama doña Eugenia, horrorizada ante la visión del objeto que ella bien conoce–. ¿De dónde es que salió eso?

–Ya, mamá –vuelve a calmarla–. Yo les voy a explicar en un segundo.

–Eso esperamos, Diego –interviene don Ramiro, tan confundido como su esposa–. Una explicación que nos determine esta locura.

–En cuanto a ti, Valentina, ya sé todo lo que necesitaba saber –Diego mira a su hija, esperando que ella, después del respingo que dio, afloje. Pero se equivoca.

–Yo no tengo la menor idea de lo qué estás hablando, ni se a donde quieres ir a parar –lo enfrenta la joven, altanera–. Dime, ¿qué es lo que sabes?

–Mejor dicho, dinos primero eso qué es, papá. –Adela, tan confundida como los demás, mira a su padre– ¿Qué es lo que está pasando?

–Os voy a contar en un momento. Pero antes quiero que Valentina me diga cómo es que conocía este estuche. ¿Me lo vas a explicar, hija?

La Peor de Mis LocurasWhere stories live. Discover now