38. La chica del udjat - Byron

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Byron – Richmond, Virginia
Club Kabana, Dic 00:42am

Bajo corriendo las escaleras hacia el almacén en el que antes me he pegado con el guardaespaldas de Méndez rogando porque los matones que había antes se hayan largado de allí, pero para mi desgracia, todavía siguen ahí, sentados en cajas de cartón o apoyados en la pared. Dos de ellos echan un pulso. Al verme entrar a toda prisa me contemplan durante un instante, inseguros y sorprendidos, sin saber muy bien qué hacer. Pero así cómo yo he aparecido escaleras abajo, enseguida me sigue la voz de Méndez en un grito:

— ¡Paradle! ¡Matadle!

Mierda.

Los matones se mueven rápidamente y se dirigen hacia mí con toda la intención de hacer caso a su jefe. Me ha dado tiempo a contar ocho, pero seguramente habrá más, y aunque no lucen tan intimidantes como el calvorota de antes, es prácticamente imposible que pueda enfrentarme a ellos yo solo. Uno de los hombres me placa desde un costado, pero consigo esquivarlo deteniéndolo con los brazos y usando la fuerza de su propia embestida para apartarlo del camino y estamparlo contra otro que venía del lado contrario. Pero casi enseguida un par de brazos me rodean los hombros desde atrás, inmovilizándome mientras otro tipo viene corriendo de frente a mí con la fuerza de un rinoceronte. Antes de que llegue hasta mí, me lanzo hacia atrás y elevo ambas piernas, apoyando la espalda contra el hombre que me sujeta, y le planto al que viene corriendo la suela de la bota en el pecho, lanzándolo hacia atrás. Al volver a posar los pies en el suelo, me agacho golpeándole con las lumbares en la entrepierna al que me inmoviliza, haciéndole aflojar su agarre, del que logro liberarme. Le tomo un brazo y se lo retuerzo, haciéndole girarse por el dolor, y le pateo en la espalda, tirándolo al suelo. Otros cuatro tipos vienen hacia mí, pero no puedo seguir plantándoles cara. Así que pongo pies en polvorosa y echo a correr por debajo de la persiana de garaje entreabierta que lleva al callejón.

Uno de ellos trata de interceptarme el paso, pero me agacho a tiempo de esquivar un puñetazo y, a cambio, le asesto uno en la tripa, que le hace doblarse. No puedo perder tiempo en tirarlo al suelo y en cambio ruedo por debajo de la persiana hasta la calle, donde me recibe el frío de la madrugada invernal, y sin perder un segundo doy un fuerte silbido.

El callejón trasero es estrecho y apenas está iluminado. Me pongo de pie rápidamente y miro en ambas direcciones para orientarme hacia donde está la puerta principal, pero en ese momento noto unas manos en mis tobillos que tiran hacia atrás haciéndome perder el equilibrio y caer al suelo. Por el rabillo del ojo veo que varios de los matones también están saliendo de debajo de la persiana. Apenas me da tiempo a apoyar las palmas sobre el suelo para tratar de incorporarme cuando alguien se tira encima de mis piernas tratando de inmovilizarme. Consigo quitármelo de encima de otra patada y girarme hasta quedar boca arriba, pero tengo a otro de las matones encima mío preparado para soltar el primer puñetazo. Consigo detenerlo con mi antebrazo, pero él ya tiene el gancho izquierdo prácticamente levantado, listo para encasquetármelo.

Pero antes de que le de tiempo, un mancha borrosa y peluda se tira sobre él con un potente rugido y el hombre suelta un alarido de dolor. Me incorporo rápidamente para contemplar a Keeper, que aferra el brazo del hombre por el hocico, clavándole las fauces y haciéndole sangrar. El hombre trata de zafarse de él tirando, pero sin éxito. Vuelvo a silbar y mi perro le suelta, regresando junto a mí al instante. Se agazapa a mi lado, gruñendo y enseñando los dientes con ferocidad, como un lobo. Los hombres de Méndez parecen más reticentes a atacar. 

Ahora, ya no estoy solo.

Sin embargo, su indecisión dura solo un instante, pues enseguida vuelven a la carga. Tengo que deshacerme de ellos rápido o no llegaré a tiempo de salvar a la chica. Keeper se lanza contra el primero de ellos, saltando y encajándole un fuerte mordisco en el cuello que lo tumba inmediatamente. Yo, por mi parte, esquivo el puñetazo que me lanza el que antes me ha hecho caer al suelo y le devuelvo uno entre los ojos, haciéndole gritar de dolor y llevarse las manos a la nariz rota. Uno menos. Silbo otra vez, y Keeper suelta la yugular del que tenía preso, que queda tendido en el suelo, inconsciente. Dos menos. Keeper ladra otra vez, tratando de amedrentar a los hombres, que miran inseguros a su compañero en el suelo, ensangrentado, probablemente muerto.

HUNTERS ~ vol.2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora