39. La Doctora Price - Byron

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Byron - Bangor, Maine
Ocho años antes.

Negro. Es lo único que veo. Siento que el cuerpo me pesa una tonelada y la cabeza me zumba como una vieja bombilla encendida. Intento levantar los brazos, pero no me responden. Lo único que recibo a cambio es un intenso dolor en el pecho que me hace soltar un suave quejido que se abre paso por entre mis labios sin apenas fuerzas.

¿Estoy muerto? Debería estarlo...

Sin embargo, si estoy muerto, ¿por qué siento dolor?

Escucho un pitido muy leve, que se entrecorta, que va y viene, como un sónar, muy cerca de mí. Trato de girar el cuerpo hacia esa dirección, pero de nuevo ese dolor agudo en el pecho me lo impide.

La oscuridad se va desvaneciendo, como si el dolor la paliase, y el negro poco a poco pasa a ser gris, hasta que son mis propios ojos los que batallan por abrirse y finalmente lo consiguen a duras penas, parpadeando varias veces para protegerse del resplandor blanquecino. Todo está borroso, turbio, como si mi visión estuviera cubierta por un velo.

Esto es... ¿el cielo? Es blanco, puro, resplandeciente...

Pero entonces algo se interpone entre esa luz cegadora y yo, permitiéndome terminar de abrir los ojos y enfocar aquello que tengo delante, otorgándome una visión angelical; un rostro oscuro de rizos negros recortado contra el techo plagado de fluorescentes, que me sonríe con ternura y candor.

—Hola, Byron... — Su voz es como música en medio de un infinito estruendo. — Me llamo Ava Price... Tranquilo, estás a salvo.

Por fin mis ojos se acostumbran a la luminosidad de la estancia, y es entonces cuando caigo en la cuenta de que ya no estoy en el bosque, sino de que me encuentro en una cama de hospital; de que el pitido que escucho es el de mi propio latido cardiaco y de que tengo el cuerpo entero cubierto de vendas.

Hago el amago de levantarme, pero de nuevo un acuciante dolor me atraviesa todo el costado izquierdo, desde el muslo hasta el cuello; siento cómo se me duerme el brazo e incluso se me corta la respiración por un momento.

Unas manos morenas se posan suavemente sobre mis hombros, deteniéndome y obligándome, sin hacer prácticamente nada de fuerza, a volver a postrarme sobre la cama.

—No te muevas —pide la muchacha a mi lado. — Has sufrido varias heridas cortantes; si haces esfuerzos la sutura podría abrirse de nuevo. 

Llevo mis ojos a la muchacha, una joven médico residente, y finalmente logro enfocar su cara con claridad sobre todo lo demás, y durante un instante me deja sin respiración. Tiene la piel oscura, tersa y limpia, una nariz pequeña y respingona, tal vez algo ancha, pero hermosa; sus labios son carnosos y cuidados, y distingo un leve olor a coco proviniendo de ellos, los cuales a su vez enmarcan la más preciosa de las sonrisas, de dientes blancos y perfectos; cejas finas bajo las cuales bate suavemente las pestañas más largas y voluminosas que he visto en mi vida. Pero lo que más me llama la atención son sus ojos: grandes y negros como dos pozos. Veo mi reflejo en ellos como un espejo.

—¿Dónde...? — empiezo, y me doy cuenta de que estoy muy cansado incluso para hablar. Es necesario que tome aire un par de veces antes de que pueda formular una simple pregunta: —¿Qué ha pasado?

La residente Price se sienta a mi lado en la cama y me contempla con semblante tranquilizador.

—Estás en el Hospital St. Joseph, en Bangor — me informa. — Un guardabosques os encontró  inconscientes en los límites de la Reserva Nahmakanta, cerca de la Montaña Appalache. Estabais profundamente heridos. Los servicios de emergencia os trasladaron hasta aquí en helicóptero, a los dos.

HUNTERS ~ vol.2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora