BunnyBon SA

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— ¡Por el santo sol que nos alumbra! — exclamó Vanila desde la casa en un jadeo impresionado, con la mirada fija en el cielo que se desvanecía en la oscuridad.

Quizá Eder no habría usado esas palabras para describir su sorpresa, pero el sentimiento era el mismo. La tinta negra se esparcía sobre el cielo perlado como un veneno implacable, devorando la luz hasta su último vestigio. No era algo que hubieran visto antes ni que pudieran detener.

Cuando alcanzaron el porche, la figura del moderador se desdibujó, expandiéndose de manera imposible. Vanila casi tropezó al apartarse instintivamente, con los ojos fijos en la máscara de hueso que descendía sobre su rostro, oculto entre sombras. Eder, petrificado a pocos metros por detrás, apenas respiraba, incapaz de asimilar lo que veía.

Lele y Cereza, que ya conocían esa transformación, corretearon entre sus piernas sin inmutarse.

"¡¿Qué vamos a hacer?!" — clamaron los subtítulos de la muñeca, proyectándose en diferentes alturas y direcciones, como un eco desesperado que se negaba a ser ignorado.

Malva movió las paredes a una velocidad vertiginosa para permitir que la figura trajeada entrara sin destruir la estructura. La biblioteca se volvió un espacio abierto y el techo se elevó tanto como la construcción lo permitió. Sobre el escritorio de Hazel, un líquido plateado burbujeó de forma antinatural, tragándose libros y papeles hasta formar una superficie pulida y reflejante.

Eder y Vanila se quedaron inmóviles en la entrada, siendo testigos mudos e indefensos. Sabían que Hazel era poderoso, pero no lo habían comprendido hasta ese momento. Lo vieron crecer, de su altura normal - uno setenta, con suerte - a casi dos metros, sin contar los cuernos. Su silueta se expandió en volumen, cada vez más imponente.

— Ahora sí parece un miembro del clan Dragón — murmuró la hada, con un hilo de voz.

En el otro extremo de la casa, Gustav apareció cargado con bolsas sin fondo y otros cachivaches recién adquiridos en el jardín. No les prestó atención. Se dirigió directamente al escritorio y colocó un cuenco de cristal sobre la lámina plateada.

Hazel abrió su palma izquierda con una uña inesperadamente afilada. La sangre cayó al recipiente y se mezcló con otros ingredientes en un proceso que parecía más un ritual que una simple preparación.

— Con su número inactivo, no podremos seguirla — comentó Gustav, nervioso, detrás del moderador.

No obtuvo respuesta. Cereza y Lele se acomodaron sobre una pila de libros cercanos, vigilando el progreso con la misma intensidad con la que Hazel trabajaba.

El brebaje comenzó a emitir un resplandor tenue, un contraste perturbador con la penumbra que se cernía sobre ellos.

Gustav se apartó, rindiéndose a la idea de ser parte de aquel equipo. Con los hombros caídos, apesadumbrado por haberle fallado a su señor, se dirigió a los que aguardaban en la entrada.

— ¿Qué está haciendo? — susurró Eder en cuanto el mayordomo estuvo lo suficientemente cerca como para escucharlo.

— Pues... — el pelirrojo miró hacia su amo —, no estoy seguro...

Los tres se miraron, atrapados en una incertidumbre incómoda. No sabían qué hacer a continuación. Habían subestimado la habilidad de Mabel para meterse en problemas... o, mejor dicho, la del sistema para arrastrarla a ellos.

Eder también lamentó haberse confiado al ver más de setenta horas de tiempo de enfriamiento, cuando se trataba de su equipo, nada estaba asegurado.

Un escalofrío repentino recorrió a Gustav antes de murmurar:

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