Capítulo 13: Un ramo de flores para Eliza

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Jacksonville

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Jacksonville. Mansión Lagan, Florida. Abril 1917

—Ahhh...! ¡Uahhh...! ¡Malditos bastardos! ¡¡Quiero que me saquéis a este niño ya!! ¿Dónde está el tío William? ¡Quiero que venga...! ¡Quiero que venga inmediatamente! ¡Me lo prometió el maldito!— Espetó Eliza Lagan cogiendo por el cuello almidonado a la robusta partera que a duras penas podía contener el ímpetu de la joven mientras su cuerpo se crispaba de dolor por las contracciones del parto.

El médico estoicamente palpaba el vientre abultado de la joven comprobando la posición de la criatura, suspiraba y miraba su reloj de bolsillo para comprobar el intervalo de tiempo en que se presentaban las contracciones. De este modo se aseguraba de que todo iba desarrollándose con normalidad.

Detestaba asistir a los partos de las señoritas de bien y sobre todo, detestaba a las madres primerizas como aquella que se retorcía entre maldiciones contra el padre de su hijo.

— Ehem...tranquilícese, señora. Todo está yendo bien. ¿Dónde está su marido? Creo que le podría hacer bien hablar con él antes de que nazca el bebé.

—Mi marido no es asunto suyo, doctor. Usted ocúpese de sacarme a este maldito niño de mis entrañas, antes de que me destroce por dentro. Para eso le paga mi familia...—Espetó la joven con el rostro enrojecido y lágrimas rodando por sus mejillas mientras se agarraba a las sábanas con fuerza.

—¡Ahhh...!—Gritó Eliza mientras le sobrevenían nuevas contracciones cada vez más intensas y frecuentes.

El doctor levantó las sábanas y observó que había roto aguas. Había dilatado, pero no lo suficiente.

Su madre, que había decidido acompañarla en aquellos momentos, se acercó para a confortarla. Se compadecía de ella, no podía evitarlo. Aunque en su fuero interno pensaba que se lo tenía bien merecido por haberse entregado a un hombre sin estar casada.

Acarició sus cabellos castaños con cierta ternura. Eliza, mirándola con ojos llorosos por el dolor tomó un vaso de agua que le había traído una de las criadas, tenía la garganta seca de tanto gritar y cerró los ojos mientras apoyaba la sudorosa cabeza en la almohada de suave plumón. Algunas de las doncellas le mojaban la frente con un paño para refrescarla mientras Sara Lagan intentaba calmar a su hija, susurrándole palabras de aliento. Sabía que el jefe del clan se había ofrecido a tutelar al niño que estaba por nacer pero ella albergaba la esperanza de que ese niño fuera mucho más en el futuro. Para Sara representaba su salvación.

Puede que su nieto fuera bendecido por el privilegio de ser nombrado heredero de William Albert Ardlay por eso le insistió a su hija en darle un nombre.

—Si es un varón debes llamarlo William Raymond, querida, de esta forma podrás cumplir con la tradición de los Ardlay. Él va a ser la respuesta a nuestras plegarias.—Le susurró para consolarla.

Eliza sonrió pese al dolor. Aquella idea era maravillosa... tan maravillosa que lamentó que no se le hubiese ocurrido a ella misma. Entre el dolor de las contracciones se convenció a si misma de que podía utilizar a su hijo para ganarse el corazón del jefe del clan. Haría que se arrodillase ante ella y clamara por su amor. Ahora que Candy estaba al otro lado del mar en medio de la Gran Guerra bien podría seducirlo. Estaba incluso dispuesta a dejarse poseer, ponerse a sus pies para poder atarlo, vincularlo a ella y al fin poder acceder a su poder y a su fortuna.

Inexplicablemente, empezó a sentirse mejor.

El parto transcurrió sin el menor incidente. A penas sintió el corte en el perineo para ensanchar el canal natural del parto, ni tampoco el resto de contracciones cuando expulsó la placenta tras la criatura ensangrentada y chillona que salió de sus entrañas.

Eliza lloró de emoción cuando escuchó por primera vez el llanto de su hijo.

—¡Es una niña!— Exclamó el doctor entregando la bebé a la partera, quien se encargó de cortarle el cordón umbilical y se la entregó a su vez, a una de las doncellas para que la lavaran.

Eliza no pudo evitar torcer el gesto con decepción.

Adiós a sus planes de manipular a William para que éste nombrara heredero a su hijo. Pero no estaba dispuesta a tirar la toalla, él le había prometido que se haría cargo del bastardo de Arthur, que lo tomaría bajo su protección...Así que no todo estaba perdido.

Utilizaría a la niña para acercarse a él y conquistarlo.

Suspiró y cerró los ojos. Todo el mundo abandonó la habitación...su madre le dijo con suavidad que descansara un poco antes de entregarla al servicio que aguardaba diligentemente sus órdenes. La esperaba una tina de agua caliente, una cama con ropa limpia y un camisón suave en la habitación principal de la casa. Habían dispuesto todo para ella y la criatura. Nadie las iba a molestar.

Eliza sonrió, pasándose un dedo por uno de sus rizos húmedos por el sudor.

—¿Ha venido el tío William, mamá? —preguntó esperanzada.

—No, querida. El tío William está muy ocupado. Ha enviado no obstante, un hermoso ramo de fragantes claveles amarillos con una nota manuscrita en su nombre —dijo su madre entregándole una tarjeta.

Eliza impaciente leyó:

" Felicidades por el nacimiento de tu hijo. Espero que te recuperes pronto y nos obsequies con tu habitual buen humor.

Recibe un saludo cordial.

William Albert Ardlay"

Eliza entendió muy bien el mensaje floral oculto en su ofrenda cuando comprendió lo que significaban los *claveles amarillos y gritó con exasperación para desconcierto de Sara.

Aquella nota escueta parecía burlarse de ella. Presa de un arrebato de ira la rompió en grandes trozos y mandó tirar las flores a la basura mientras se entregaba al llanto.

Su madre se encogió de hombros y pidió a la servidumbre que la atendieran. No iba a consentir que se quedase en aquella sucia habitación. Había que lavar las sábanas, deshacerse de todo aquello que recordara al parto, abrir los ventanales, limpiar, cambiar las sábanas... Miró a la figura recostada de Eliza que sollozaba. No podía darle el consuelo que necesitaba aunque le urgía un baño y deshacerse de aquel camisón manchado.

Eliza necesitaba sobre todo descansar. Tenía tiempo de sobra para ver a una hija para la que ni si quiera habían pensado un nombre. La nodriza que habían contratado se estaba haciendo cargo de la criatura.

—Una niña...y  las niñas sólo traen problemas.—Masculló Sara con desilusión mientras salía de la habitación para darles la noticia a su marido y a su hijo que esperaban con impaciencia en la sala de estar del piso inferior de la mansión.

*Nota de la autora: desdén

*Nota de la autora: desdén

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Esmeraldas bajo un cielo sin nubes [Libro 2 ] Tu destino: Mi suerte  [Libro 3]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora