Justo en la nariz.

26 2 1
                                    

Empezó la tercera semana de Marzo. Terminaba un ensayo en su imperdible letra florentina cuando empezó. Fue un feo escalofrío que le hizo encender la chimenea de su apartamento en uno de los edificios más modernos de la ciudad de Nueva York. Así empezó.

Esa misma noche, le pide a Elizabeth que por favor apague el cigarrillo. 

– ¿Qué te sucede? –dice ella aplastando la colilla en el cenicero. 

–No me gusta el olor. –le asegura abriendo la ventana para ventilar la habitación. – ¿Otra vez estás fumando hierba?

Elizabeth sonríe y niega. –Por supuesto que no, su alteza. –pero se va, dejándolo solo con sus pensamientos y las lejanas náuseas.

La mañana del primero de Abril, su alteza real el príncipe Anthony vomita durante toda la duración del vuelo que le lleva a casa. Apenas puede abrir los ojos sin que todo el contenido de su estómago quiera escapar y tenga aguantar la respiración. Negándose a que su madre le vea enfermo y le niegue la posibilidad de volver a Nueva York se refugia en el agradable hogar que su hermano y Steven han convertido el palacio de Kensington. 

Sin la atenta mirada de nadie, Anthony puede estar tranquilo al menos un par de días. Además, los fantásticos pastelitos de Steven siempre se mantienen en el refrigerador y el príncipe puede bajar a altas horas de la madrugada comerse todos los que pueda sin ser descubierto por nadie. 

Aunque en la mañanas, mientras las náuseas lo aplastan y apenas logra llegar al retrete para vomitar, se arrepiente. Supone que está mal comerse más de seis pastelitos de albaricoque, como los llama Steven. 

Anthony quisiera quedarse al menos un par de meses ahí, degustando los fantásticos platillos que su cuñado le prepara con demasiado amor a James y que también es afortunado en probarlos, pero sus responsabilidades ya no pueden esperarle más y Anthony no puede seguir de refugiado con su hermano. 

En la segunda semana de Abril, mientras Harley ordena mil documentos que debe firmar y Elizabeth apenas puede quitarle los ojos al concentrado secretario, Anthony se desliza a las cocinas del palacio. Huele a  pan recién horneado y su boca se vuelve líquida ante la idea de un trocito de humeante pan y leche fría.

–Creo que ese comer está dando resultados, ¿no? –le murmura Elizabeth mientras toman el sol de la tarde un viernes.

El príncipe sabe a lo que la pelirroja se refiere. Sus fantásticos trajes entallados tuvieron una ligera alteración, su estómago había tenido un pequeñísimo estirón por la cantidad de azúcar que había ingerido en la casa de su hermano y sus asaltos al refrigerador ya se notaban.

Sentado en su habitación, viéndose en el espejo del baño, se pregunta si está reemplazando un conflicto por otro. No es que coma para llenar un vacío y tampoco se está provocando el vómito. El hambre es auténtica y las náuseas tan funestas que no pueden ser provocadas. ¿O sí?

La mañana del lunes mientras espera a Elizabeth, su decretada ayudante, se prepara un exquisito sándwich de gajos de naranja. Come en silencio y calma, ignorando los periódicos que hablan sobre la próxima boda del siglo. Ve de reojo las fotos y se auto convence que finalmente, después de una violenta catarsis, lo dejó estar.

–Por Dios, Anthony. –grita Lizzie apenas entrando al salón. – ¿Es necesario tanto perfume?

Pero el príncipe no entiende a qué se refiere. –Vienes tarde. –prefiere sentenciarle.

La pelirroja besa sus mejillas y arruga la nariz al percatarse de su alimentación. –Qué asco, pareces embarazada con esos antojos.

El comentario se desliza en su mente como una pequeñísima gota de aceite que comienza a contaminar todo. Primero se ríe, él no es un doncel, no tiene esas mágicas cualidades. Así de simple y sencillo.

Pero mientras vomita después de recién cepillarse los dientes, se pregunta si es posible que esté realmente enfermo y no es capaz de verlo. Eso definitivamente no es normal, pensó que era un malestar pasajero o solo estaba bastante deprimido. No quiso darle importancia.

Cuando el cuarto traje fue modificado Anthony comienza a entrar en pánico.

Se ve en el espejo y luce como él. Cierra los ojos y repasa sus síntomas. Náuseas, vómitos, antojos y sueño, demasiado sueño. Busca en su biblioteca mental una respuesta inmediata que no sea relacionada con algo tan ficticio como un embarazo. Se ríe, se burla de él sin dejar de verse en el espejo.

Si fuera un doncel, sin saberlo, es posible que hace muchísimo tiempo atrás que ya estuviera esperando y tal vez... Detiene la línea de pensamiento y se enfrenta al espejo una vez más. Puede ver su pecho subir y bajar y rápidamente comienza a buscar una respuesta.

A lo mejor solo está muriendo.

Pero Anthony necesita ayuda y solo confía en un única persona.

En la entrada se cruza con su hermano. Va sonriendo y le indica que Steven está tomando el té con el general John. Le brinda la información suficiente para colarse por el palacio y llegar hasta la habitación del dorado matrimonio. Sabe que en el baño, escondidas detrás del botiquín, descansan las pruebas que Steven de vez en vez se realiza.

Cuando tiene el delgado dispositivo en la mano, se vuelve a reír en un desesperado intento de calmarse. ¿Realmente va hacerse eso solo por un burlesco comentario? 

Se tranquiliza. Sabe que a lo mejor es un desfasado pensamiento y que sí está enfermo pero que necesita un médico real. Uno de verdad que le tome la presión y que le diga que tiene un fuerte caso clínico de corazón roto y tal vez un poco de anemia. A lo mejor son hasta parásitos.

Y convenciéndose que es eso, hace la prueba. Seguro de los resultados y evitándose verse en el espejo para que su reflejo no se burle de él, se filtra en el ostentoso armario de su cuñado y admira la cantidad de presentes aun empacados que aguardan en la esquina a ser desenvueltos. Con la cabeza un centavo más tranquila, va de vuelta al baño.

Burlándose de él en silencio, el dispositivo tiene dos líneas dibujadas. Negándose, realiza una segunda. Y una tercera y todas van marcando el mismo resultados. Se desliza en las paredes de aquel inmaculado baño y queda en auténtico estado de shock. 

¡¿Cómo?! ¡¿Por qué?! ¡¿Cuándo?!

Solo tiene dos respuesta. 

Necesita ayuda. Necesita aire. 

Sintiendo sus pies despegarse del suelo avanza en aquel palacio. En su cabeza el zumbido silencia a los demás ruidos del exterior e incluso silencia sus propios pensamientos. Todo lo que siente es su corazón palpitando en sus oídos. Está confundido, terriblemente mareado y muriendo. 

No puede ser, solo... no puede ser.

Al empujar la puerta, apenas tiene aliento. – ¡Steven! 

Delgado, labios abiertos y mirándole como si le hubiera nacido una segunda cabeza, su cuñado maldice. –Mierda. 




Palacio [STUCKY] [STARKER]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora