Steven.

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 -¿Motocicletas? –son las ocho de la noche con veinte y tres minutos. Habitaciones de Steven.

-Así es. –descansan en el sofá del primer salón, el príncipe Austriaco lee las cartas que le envían los miles de admiradores que tiene. –Me parecen preciosas, pero nunca me he montado en una.

James fue hasta ahí, a escondidas obviamente, porque llevan más de tres días sin verse, ni siquiera para desayunar. La reina María ha consumido a Steven por completo. Y a él también, pero por separado.

La boda es una realidad a seis días de distancia. Las confirmaciones de los mil trescientos invitados para la ceremonia en la iglesia fueron recibidas hace dos meses. Las confirmaciones de los seiscientos seleccionados para la cena en el palacio llegaron en compañía de las confirmaciones para los trescientos afortunados que estarán en el privado baile que se dará en uno de los jardines del palacio.

Si se le pregunta a Steven, dirá que esta emocionado y listo. Aunque haya admitido que solamente conoce, en persona, a un máximo de doce personas, de las exageradas decenas de invitados. Pero ese evento no solamente es un vínculo político, es la manera perfecta de relacionarse y crear o mejorar alianzas con otras influyentes personas en el mundo.

Así que Steven acompaña a la reina a centenares de reuniones. Posa para mil cámaras y regala miles de sonrisas, James ha visto las fotografías que llenan periódicos, revistas, televisión y anuncios. Steven es como luz entre medio de la aburrida monarquía. No solo James lo piensa, todos lo dicen.

Sonríe con sinceridad. Saluda a todos a su paso, extiende la mano para dar un firme apretón y le encanta recibir los cestos de flores y obsequios que niños y jóvenes le llevan. Steven detiene los autos, se baja, acomoda su abrigo, saluda, sonríe, recibe flores y besos en las mejillas.

-¿Quieres? –el rubio le extiende una caja. Es plateada, lleva letras cursivas y huele a chocolate, a canela, a ron. –Me los ha enviado una princesa de Países Bajos, no recuerdo su nombre, pero no me gusta el chocolate, ni el licor.

-¿No te gusta el chocolate? –toma la caja. El bizcocho es redondo, de suave textura y humedece sus dedos de inmediato. – ¿Qué eres? No conozco a nadie que no le guste.

-Bueno, me presento. Mucho gusto. –sigue leyendo las cartas escritas con crayones verdes y azules. No le ve, pero hay una mueca de lado en sus labios, señal que está cómodo ahí en el sofá.

-A lo mejor no has probado el correcto. –jadea. El dulce sabor del chocolate pelea contra el amargo sabor del ron sobre su lengua. –Dios, están deliciosos.

-Solo no me gustan. –los perezosos ojos de Steven están sobre él. –Quédate con la caja, yo los termino regalando.

Lleva un segundo bizcocho a su boca. Steven regresa a las cartas. Puede ver que su nariz no es recta, tiene una pequeña curva en el centro. Estando ambos en el sofá, con Steven cerca  del reposabrazos y él sentado sobre una pierna y con medio cuerpo contra el respaldo, la distancia es casi fantasmal.

Un tercer chocolate. Steven es muy aristócrata, una de sus delgadas piernas esta cruzada sobre la otra y se sienta recto, aunque nadie más le esté viendo. Abre los sobres con sumo cuidado y se concentra, realmente se concentra, en entender los garabatos que los niños y niñas del país escriben. Todos pensarían que esas cartas terminan en la basura, pero no, ahí está Steven leyéndolas y guardándolas.

El príncipe es todo lo que nunca pasó por su cabeza. Siempre le gustaron las chicas para empezar, luego debían ser chicas de curvas pronunciadas, de labios gruesos, de ojos grandes. Le gustaban castañas, de lacio cabello. O pelirrojas que poseían cascadas de rizados cabellos. Se volvía loco al verlas y sabía qué hacer con ellas.

Palacio [STUCKY] [STARKER]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora