Sultanes y tropiezos

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''Si extiendo una mano encuentro una puerta.''
Aldo Pellegrini

Aparto la tela de la entrada de la tienda y entro en su interior

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Aparto la tela de la entrada de la tienda y entro en su interior. Cierro los ojos para acostumbrarme a la falta de luz solar que hay en el interior. Cuando por fin lo hago, miro la escena que hay delante de mí.

El suelo de tierra está cubierto por alfombras, de lo que yo creo que es seda. Tienen los dibujos típicos de las alfombras otomanas de principios del siglo XVII.
A continuación levanto la cabeza. La misma tela roja por todas partes, excepto en una apertura lateral, que deja entrar un poco la luz del sol, ya en su punto álgido.

En la estancia hay siete hombres, sin contar a los dos guardias apostados al lado de la entrada de la tienda, que tienen la cabeza gacha, y que temo que se echen a llorar en cualquier momento, por la expresión temerosa de sus jóvenes rostros.

No deben tener ni mi edad.

En lado izquierdo se encuentran dos hombres, uno sentado en el suelo, con la pluma preparada para escribir en el pergamino que tiene delante en una mesita. El turbante y su cabeza gacha me hacen imposible verle la cara. A su lado se encuentra un hombre vestido de blanco, con un maletín, que según mis conocimientos de la época, es un médico.

Probablemente el que me haya curado.

En el lado derecho hay cuatro hombres. Tres están inclinados y con la cabeza agachada. Sus ropajes son de telas caras, y sus turbantes los distinguen como Pashas, es decir, políticos del antiguo estado otomano. A un lado se encontraba un hombre negro, que por su traje, y el pendiente que colgaba de su lóbulo derecho, le distinguían como un eunuco, un esclavo del palacio otomano.

Ahora me alegro de que me encante la historia.

Por último, detrás de una tela blanca translúcida que colgaba del techo de la tienda, se encontraba sentado en el sillón característico del sultán, el adolescente al que le había salvado la vida. Se había cambiado el traje, ahora llevaba uno azul oscuro, y tenía un corte en la mejilla. Pero lo más impresionante era el sombrero que llevaba, uno blanco con esmeraldas y rubíes engarzados , así como unas plumas amarillas. Digno de un sultán.

Estos disfraces son impresionantes.

El chico hace un movimiento con la mano, y los tres hombres de la derecha se ponen rectos, así como el médico y el eunuco. El escriba moja la pluma y escribe en el pergamino, mientras el eunuco aparta la cortina blanca que separa al adolescente del resto de la tienda.

Los presentes me miran. Yo sigo parada en la entrada de la tienda, sin saber que narices hago aquí.
El Pasha que tengo más cerca de mí, vestido de verde y con un sombrero marrón me habla:

- Padişaha yay * - dice mientras continúa con su cabeza gacha.

Yo lo miro con cara de no entender nada.

AnastasiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora