XVIII

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En su mejor momento, este país tuvo grandes tesoros, recursos abundantes, conocimientos, armonía, pero… ¿hubo, alguna vez, algo de esto entre la guerra?

Nuevos rostros brotaron como hermosas flores, e iniciaron su vida llorando ante la cruel realidad, entre la soledad que aumentaba cada día. El ataque de Manchuria había estallado. El, entonces, emperador Qing deseaba la tierra coreana y, con un ejército imparable, de fuerza y brutalidad desmesurada, estaba decidido a conseguirlo.

¿Acaso no lo podían ver en los ojos aterrados de hombres, mujeres y niños? Suplicaban piedad, que los ataques y saqueos pararan. Tres ciudades de la zona norte fueron las primeras en caer. Tuvieron que evacuar de inmediato.

En aquel entonces no existía ONU, ni sindicato de la paz, ni un alma caritativa que enviara la noticia de que la guerra iba a comenzar. Sólo lo supieron cuando, desde la nueva muralla vigilante, resonó el llamado de los soldados a sus puestos ante proximidad enemiga. Un ejército de más de tres mil hombres marchaba siguiendo a un general manchú que portaba el estandarte del emperador chino. Y no hubo más que hacer.

Mi abuela dijo que debía ser de madrugada y el cielo debía estar muy oscuro cuando la gente salió a ver lo que sucedía. Siguieron ruidos fuertes. Gritos. Llamas ardientes. Sangre. Los habitantes que huyeron hacia el sur no llevaban consigo más de lo que podían cargar, lo que presentó algunos inconvenientes para las zonas que los recibieron. Más bocas que alimentar significaba un aumento en la escasez y la necesidad de labrar los campos con más manos, lanzar más redes al mar. Uno sólo podía comer lo que obtenía de su propio trabajo… y lo que conseguía comprar el incomparable, renombrado, príncipe heredero. Un jovencito que, a pesar de su temprana edad, ya había demostrado gran entendimiento y una destreza única en el manejo de armas de arquería, espadas y lanzamiento de alabardas. A sus tempranos diez años, había conseguido dominar la espada con la habilidad de un profesional de 30. En alguna ocasión se ganó los halagos de sus súbditos al salvar la vida de un niño que había caído a un canal y era llevado por la corriente. Había mostrado una gran madurez en su porte y modales. Se desplazaba por el pueblo en un corcel blanco, majestuoso o a pie con pasos firmes, su pequeña espalda recta y la mirada al frente, con la cara en alto y un ligero braceo que le aportaba un aspecto lleno de confianza. No era quien se escondiera tras los muros del palacio pretendiendo que todo estaba bien, había salido y repartía entre los habitantes alimentos o monedas tratando de consolarlos un poco. A sus once años todos hablaban sobre su asistencia para el emperador, con la que habían conseguido nuevos tratos comerciales con regiones externas para aumentar los recursos más necesarios. Por supuesto, su cumpleaños número doce era un gran motivo de celebración dentro y fuera del palacio y es que, ¿quién podría no adorar al más joven de los príncipes? Era inteligente como dedicado, disciplinado y, a pesar de ser tan joven, tenía el entendimiento de un adulto que sabe perfectamente que la guerra no es sólo un juego o un instante pasajero.

Imagino a todo el pueblo aclamando sin cesár:

«¡Alabado sea el emperador por tener un hijo tan prodigioso! ¡Larga vida al emperador! ¡Larga vida al príncipe heredero!»




— El ataque con dos espadas es exactamente igual, Bimyeong. Deja que las espadas sean extremidades de ti y se muevan contigo, como si pensaras por la hoja.

El joven príncipe se movía con los ojos vendados batiendo sus brazos en prácticas de ataque. Vestía un hanbok azul con ligeros bordados de lirios dorados en la zona inferior. Sus oídos atentos a cualquier ruido eran el único medio con el que contaba, pero no era algo nuevo. En cuanto escuchó el mínimo movimiento entre el pasto se giró y lanzó ambas espadas con fuerza logrando que atravesara el escudo que el guardia Bong llevaba al frente.

Herencia de sangre | 𝑺𝒑𝒊𝒏-𝒐𝒇𝒇Donde viven las historias. Descúbrelo ahora